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Una mochila fue todo lo que llevó Carmelo a Estados Unidos
Dos pantalones, un short y tres camisetas; una gorra y un celular. En una mochila cupo todo el equipaje de Carmelo el día en que dejó México para salvar su vida y la de sus familiares.
Salió sin saber cuándo podría regresar. Tampoco conocía la expresión asilo político, pero ahora la entiende: “Se siente feo abandonar tu país”, dice con angustia desde Estados Unidos, donde intenta refugiarse. Carmelo Ramírez Morales tiene 20 años de edad. Estuvo en Iguala durante la noche del 26 y madrugada del 27 de septiembre de 2014. Llegó con un grupo de estudiantes, intentaban ayudar a sus compañeros de escuela, quienes eran atacados por policías y personas armadas. La tarea resultó imposible: vieron morir a tres normalistas y nada pudieron hacer para evitar que desaparecieran otros 43, entre ellos su primo Carlos Ramírez Villarreal.
En esa larga y lluviosa noche, corrió por una ciudad que no conocía; se escondió durante horas dentro de una casa abandonada y tuvo la fortuna de salir ileso. Estar vivo se tornó una responsabilidad: como otros normalistas, desde entonces se dedicó a exigir la aparición de sus compañeros y ofreció testimonio en incontables foros y medios. Al igual que sus compañeros, para resguardar su identidad utilizó un nombre falso (Francisco Ramírez Nava), y casi dos años después, parece que denunciar resultó tan peligroso como estar en medio de las balas.
Amenazas
“Me empezaron a llamar desde un número desconocido y me decían que ya dejara de andar de revoltoso, que ya dejara de andar manifestándome, que lo único que estaba ocasionando es que nos costara la vida a mí y a mi familia”, explica a EL TELÉGRAFO desde EE.UU. En noviembre de 2014 recibió las primeras amenazas, pero siguió hablando. “Yo pensaba que no iba a pasar nada”.
Junto a dos madres y un padre de Ayotzinapa viajó después a una gira por Sudamérica. Estuvieron en Argentina, Uruguay y Brasil. Llegaron a países lejanos y allí conocieron a personas que les abrieron las puertas de sus hogares, los arroparon como si fueran parte de una misma familia. Grabado les quedó el encuentro con las Madres de Plaza de Mayo.
Hilda Legideño, Mario González, Hilda Hernández y Carmelo Ramírez regresaron fortalecidos, pero apenas aterrizaron en su país se acabó la tranquilidad: “Otra vez me marcaban. Me decían: hubieras pensado antes, no sabes en lo que te metiste”.
Siguió. Se sumó a una caravana de denuncia por Estados Unidos y en ese país que antes le parecía tan diferente escuchó el relato de su propia historia en otro idioma. Al regreso, más llamadas: “Te estás pasando. Te dijimos que dejes esas cosas, te advertimos y tu familia va a pagar las consecuencias”.
Inquieto, viajó para visitar a sus padres y al llegar al pueblo sus amigos le dijeron que hombres desconocidos llegaban a la cancha de fútbol preguntando dónde se ubica su domicilio. Corrió a su casa, sintió alivio al entrar, pero poco después sonó el teléfono de su hermana.
Ya no le marcaban a él sino a los suyos y una voz de hombre lanzaba un ultimátum: “Ya saben cómo actuamos nosotros, vamos a quemar la casa y a la familia entera”.
El terror llegó como vendaval y decidieron que dejaría el país. No tenían dinero ni manera de solventar el gasto, pero al menos Carmelo contaba con un pasaporte que tramitó meses antes para las caravanas, el resultado de una odisea para un muchacho de provincia que desconoce los laberintos de la burocracia capitalina. Era momento de usarlo y un amigo que conoció en Estados Unidos le tendió la mano. “Vienes para acá”, le dijo y ayudó con gestiones para conseguir el dinero necesario. Le habló por primera vez de asilo político.
No recuerda ni qué día era, estaba mareado. Tomó un par de autobuses; alcanzó a saludar a algunas personas queridas y partió hacia cualquier parte, sin certezas.
Destierro
No había pasado mucho tiempo desde que el muchacho había tomado un avión por primera vez. Aquella vez sonreía y fumaba con gesto nervioso, una mezcla de emoción y miedo. Al huir en exilio, en cambio, el tiempo corrió con la premura del terror.
“Solamente me traje una mochila de esas que se cuelgan en la espalda -relata desde Estados Unidos-. Aquí dos personas me regalaron un short y un par de zapatillas”. El tono de su voz cambia: “Fue muy difícil… hasta la fecha es muy difícil”.
Rememora el puñado de meses fuera de México. Durmió en sitios desconocidos; pasó hambre durante los primeros tiempos y entendía poco de lo que ocurría a su alrededor. También encontró a personas que lo ayudaron con dinero, comida y palabras de aliento, las recuerda con precisión. Ahora está un poco más cómodo, al menos en un lugar seguro: “Es cabrón estar en un país ajeno. Es difícil abandonar mi carrera, mi familia, mi pueblo”.
Más extranjero todavía se siente por la dificultad del idioma: no sabe hablar inglés. Para aprenderlo se inscribió en una escuela pública y así pasa las horas mientras trata de integrarse a un mundo de edificios vidriosos, jardines y montañas nevadas que parece la antítesis de su Guerrero caluroso y pobre.
“Quisiera estar con mi familia, en las marchas gritando, exigiendo y apoyando a los padres (de los 43)”. Esa fue su rutina durante más de un año hasta que las amenazas lo orillaron a tomar una decisión. No se arrepiente, pero “el presente es difícil”. Cada día pelea contra la nostalgia del destierro.
Urgencia
Desde que está en Estados Unidos, Carmelo Ramírez duerme mejor, pero no se siente tranquilo. “Aunque estoy aquí, todavía no estoy a salvo porque no me han resuelto la aplicación de asilo. Además, pienso en mi familia, ellos son los que están en riesgo”.
En marzo presentó la solicitud de asilo político ante los Servicios de Inmigración y Ciudadanía (Uscis, por sus siglas en inglés), ubicados en Chicago, Illinois. Jeff Larson, el abogado que lo patrocina de forma gratuita -pro-bono-, explica que solicitan el beneficio para que el normalista pueda quedarse en EE.UU. sin temor a ser deportado.
Es consciente de que el trámite puede ser extenso -actualmente está tomando literalmente años para obtener una entrevista, tres o más-, pero también confía en que las autoridades estadounidenses aceleren el proceso.
Para el sobreviviente de Ayotzinapa, volver a México podría ser una condena de muerte porque en este país al menos 29 defensores de derechos humanos han sido asesinados y tres desaparecidos entre 2010 y 2015, según el último reporte de la estatal Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
Más sombrío es Guerrero, considerado ahora el estado más violento del país debido a la elevada tasa de homicidios y delitos cometidos con arma de fuego (al menos 925 asesinatos durante el primer trimestre de 2016).
“Yo tengo esperanza y confío en que más personas puedan ayudarme. Si no me dan asilo aquí tendré que tocar puertas en otro país porque tengo miedo de regresar en este momento”.
Termina la comunicación y pide cuidar con celo su número telefónico. También las palabras, cualquier detalle podría tener consecuencias para él o su familia. (I)