Justicia
¿Cómo es la memoria de un barrio recuperado del microtráfico?
Unos conos de tránsito naranja bloquean el paso de vehículos en la esquina del callejón 10 y 10 de Agosto. Ahí, en una unidad móvil de policía comunitaria se monitorea quién entra y quién sale del barrio, anteriormente conocido como bahía de la droga. Uno de sus habitantes, al que llaman ‘el coordinador’, ya se había acostumbrado a que lo revisaran cada vez, aunque solo fuera a comprar a la tienda ubicada en la esquina del frente.
Desde inicios de enero, distintas entidades gubernamentales intervinieron el barrio: el Ministerio del Interior, el Ministerio del Deporte, la Secretaría de Gestión de Riesgos y la Gobernación del Guayas, todas bajo la coordinación de la Secretaría Técnica de Drogas, eje rector del proyecto.
Al lugar le llamaban la bahía de la droga: algunas de las casas servían como centros de acopio y distribución de narcóticos que ahí se conseguían “en todas sus manifestaciones”, había dicho en noviembre el jefe de la policía antinarcóticos de la Zona 8, el capitán Marco Zapata.
En 2015 se realizaron en la zona 70 operativos y se decomisaron 29.921 gr. de distintas drogas. Esas casas habían sido abandonadas por sus dueños, no por la inseguridad —un problema que, dicen los habitantes del barrio, nunca sufrieron— sino por el ambiente que se había ido formando en casi tres décadas de distribución de sustancias ilegales: una calle llena de personas que iban allí a comprar, consumir y pasar las noche bajo los efectos de las drogas.
Hoy la exbahía de la droga no parece haberlo sido alguna vez. El 11 de enero, ahí fueron derribadas tres casas abandonadas. Ubicadas al pie del estero, eran puntos estratégicos: algunos proveedores llegaban en botes por el estero. Y no solo servían como centros de almacenamiento, antes de que los operativos se volvieran intensos, el negocio llegó a estar tan organizado, que se vendía drogas en charolas donde se marcaban los precios según el tipo y la dosis, como en un supermercado.
La presencia policial constante y las cámaras de seguridad han desterrado el expendio. Tras la UPC móvil se oculta la vida de barrio que —otra vez— llevan quienes viven en callejón 10 y 10 de Agosto. Nada extraordinario para la tarde de un sábado: un grupo de vecinos conversa en el portal de una casa. No se identifican con nombres, sino con oficios: el pintor, el electricista, el mecánico… por ahí también están el coordinador y un anciano que había dejado su hogar y volvió luego de la intervención. Durante su ausencia, en su casa se habían realizado siete operativos.
“Ahora estamos bien aquí”, dice el pintor, hombre de unos 45 años que suele andar por el barrio con el torso desnudo, pero que ese día tiene puesta una camiseta deportiva con el logo del Ministerio del Deporte. Sentado en la puerta de su casa, abre los brazos y señala el barrio con el gesto de quien está mostrando la creación.
Fotografía de la minga realizada a mediados de enero por los vecinos de callejón 10 y 10 de Agosto, con ayuda de la Policía, para pintar las casas del barrio. Foto: William Orellana/El Telégrafo
Más allá del tablero de básquet ubicado al final de la calle hay un parque donde los niños juegan en los columpios, una piscina portátil, y la escultura dorada de un ancla —la misma que hay en todos los callejones que conectan la 10 de Agosto con el estero Salado—, como un recordatorio de que la regeneración pasó por ahí. En 2004, según recuerda el electricista.
Un detalle que no se le pasó por alto al presidente Rafael Correa el pasado 2 de febrero, cuando llegó a constatar qué tan integral estaba resultando la intervención en el barrio. “Hay un bonito paseo encima del estero, le llaman la regeneración urbana, pero nunca hicieron regeneración humana”, dijo el presidente en su visita.
Mientras habla con sus amigos, el pintor está preocupado porque lleva un buen rato sin saber nada de su hijo, un muchacho de unos 14 años. En algún momento, los vecinos se dispersan porque él sale a buscarlo. Al pintor no le gusta que su hijo se aleje demasiado de casa. Cuando el muchacho regresa, le reclama: “¡¿Qué hacías por allá?!”. El chico responde en un susurro inaudible, con la vista clavada en el piso. Luego mira de reojo a su padre, y como lo ve sonriendo, ríe y se va.
—Mírale ese chibolo que tiene en la parte de atrás de la cabeza —le dice el pintor al coordinador. —El otro día se me puso malcriado.
—Es que ya está en la edad —dice el coordinador.
La preocupación del pintor no es exagerada. En mayo de 2015, agentes de Antinarcóticos detuvieron en el barrio a una persona que salía a intercambiar pequeños sobres de 200 gr. de marihuana o 45 y 70 gr. de cocaína, luego de que los clientes le dejaran, de pasada, el dinero en la ventana. En un solo operativo, la Policía incautó 1,2 kilos de alcaloides, unas 2.800 dosis. Aquí, sobreproteger a los hijos nunca estuvo de más.
Esa relación entre el pintor y su hijo es parecida a la que tiene la comunidad del callejón 10 con los oficiales de policía que los resguardan desde la esquina. Por un lado, el pintor explica que la presencia de los oficiales les ha permitido llevar en estos dos meses una vida tranquila. Pero a veces el barrio no quiere tener una vida tranquila.
El pintor cuenta que un día quisieron jugar un partido de fútbol en la calle, totalmente cerrada al tráfico, pero a los agentes les preocupaba que un peloteo pudiera atraer a “personas de otros lados”. Dijeron que mejor no. Una forma de mantener alejados a los extraños. O peor, a los vendedores.
—¿Ya nadie vende por aquí?
—Es difícil, porque todo está controlado. Si no es la policía, son las cámaras —explica el electricista.
—¿Y cerca de aquí?
—Más allá, por Gómez Rendón —dice, señalando en dirección contraria al estero.
Con el tiempo, los agentes dejaron de ser tan severos con los habitantes del barrio. Como ya los conocen, no los detienen para registrarlos cuando cruzan la frontera que marcan los conos naranjas. Y la noche del último miércoles de febrero, por fin pudieron usar esa calle sin acceso a los vehículos como una cancha de fútbol.
“Había una oficial que te llamaba para hablar de cualquier cosa y por las mismas te iba revisando”, recuerda el coordinador, riéndose. Al cabo de unos minutos, una de las agentes que está de turno lo llama al UPC.
A su compañero se le ha derramado leche en el interior del vehículo, y necesita conseguir desinfectante de piso, pero no puede alejarse de la unidad. Así que le pide al coordinador, a quien le tiene confianza, el favor de ir a comprar un par de artículos de limpieza.
Son varias las personas que se llaman ‘coordinador’ entre sí. No es que tengan una organización barrial. Bromean con el apodo, se ‘acusan’ uno al otro de serlo cuando intentan zafarse de las preguntas de la prensa. Pero uno de ellos es —por decirlo de alguna manera— más coordinador que los demás: es quien habla cuando llegan las cámaras.
Se trata de un sujeto delgado, padre de familia en sus tardíos veinte, que usa la visera de la gorra para atrás. En diciembre, los vecinos estaban construyendo un monigote de 10 metros para competir en el concurso de años viejos que se realiza todos los años en Guayaquil. La figura representaba al cantante jamaiquino Bob Marley.
El impulsor de la construcción del año viejo era, por supuesto, el coordinador. Y fue él quien habló a las cámaras de televisión que llegaron a grabarlos mientras discutían con la policía. Los uniformados sospechaban que había droga adentro del muñeco. Pero en algún momento, la presencia de los medios se volvió mucha presión, y terminaron poniéndose de acuerdo en que el símbolo de la hoja de marihuana que llevaba Bob Marley en su collar debía irse. Si se iba a quedar, el año viejo debía, al menos, no ser una alegoría incitadora. El coordinador no quería quitar el collar, pero lo hizo. En la madrugada del 22 de diciembre, el monigote fue destruido en el mismo operativo en que la policía irrumpió en las tres casas que luego fueron derrumbadas.
Mientras cuenta eso, recuerda también cómo era el barrio antes de la intervención.
—Aquí no había cómo caminar tranquilo, porque también se llevaban a gente que ni chicha ni limonada. ¿Me entiendes?— dice el Coordinador.
—Esto era una humareda —explica el pintor.
El electricista da fe: era pesado respirar cuando el lugar estaba invadido por personas que iban a recostarse y consumir en el callejón. La mayoría indigentes o chamberos que iban a la bahía de la droga a gastar los pocos dólares que habían ganado durante el día.
El estero, que se usaba como basurero, empeoraba la cosa.
—Ahora hasta se ven los pescados —dice el pintor, asomado al pasamanos que separa el estero del parque, y contempla la posibilidad de capturar y preparar “una lisita asada”, mientras otros dos vecinos preparan una red para pescar.
A 2 meses de su intervención, la recuperación del callejón Décimo y la 10 de Agosto no se ha completado. Al final de la calle está el galpón vacío que quedó luego de derrumbar las casas usadas como centros de acopio. Es un espacio que, en principio, está destinado a la construcción de una UPC permanente.
Cuando el pintor, el coordinador o el electricista hablan de la bahía de la droga, su retórica es la de quien cuenta algo que sucedió hace mucho tiempo. Como un recuerdo lejano.
Hoy, en la exbahía de la droga se dictan clases de bailoterapia y hay entrenamientos de básquet programados toda la semana. Estas actividades, coordinadas por el Ministerio del Deporte, son parte de la recuperación integral que se propone para el sector: ofrecer alternativas para ocupar el tiempo y la mente. Para alejarse de ese pasado que está tan cerca.
Los vecinos del callejón 10 y 10 de Agosto también tienen su parte: organizaron una minga para pintar las casas, para cambiar la cara del barrio. Saben que la recuperación también depende de ellos. En 2011, la Policía decía que ahí no se detenía a muchos consumidores o vendedores porque no se los denunciaba. Los habitantes del lugar aún no empezaban a suavizar su relación con las autoridades. Ahora, hay una cosa de la que están seguros.
—Ya no vamos a permitir que vuelva a pasar lo mismo —dice el pintor. (I)
Según los vecinos consultados, el consumo de droga se ha trasladado a otras calles cercanas al callejón 10 y 10 de Agosto. Foto: William Orellana/El Telégrafo