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Ecuador, 10 de Febrero de 2025
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El Telégrafo

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Reflexiones sobre el arte religioso local desde la colonia

Manuel Jesús de Ayabaca: “No tener un Cristo en qué morir”

Foto: Fernando Machado/ El Telégrafo
Foto: Fernando Machado/ El Telégrafo
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¿Qué nexo había entre las grandes obras de arte, la religión que dictaba España y la obra de los imagineros americanos —del provinciano escultor Ayabaca y otros más—, y las imágenes religiosas que salían de los talleres de Quito y Cuenca?

Casi nadie sospechaba de la consanguinidad en el arte con los grandes maestros españoles de la imaginería en madera como Gregorio Fernández en Valladolid; Juan Martínez Montañés en Sevilla o Alfonso Cano en Granada.

Se sabe que los frailes franciscanos Jodoco Ricke y Pedro Gocial llevaron a Quito algunas obras de imagineros españoles como modelo para la enseñanza de la escultura y la pintura de la escuela recién fundada, con el deseo de continuar la producción artística española. Sus primeros frutos aparecieron en Quito desde mediados del siglo XVI; la presencia del escultor toledano Diego de Robles, avecinado en Quito hacia 1584, facilitó la tarea.

Igualmente, dominicos, mercedarios, agustinos y jesuitas trajeron cuadros, esculturas y, sobre todo, libros ilustrados de devoción y estampas religiosas que se imprimían y grababan profusamente en España y en la flamenca Amberes, muy unida con Sevilla en aspectos comerciales y en la producción de libros que llenaban la necesidad de llevar a todos los confines las imágenes propias de una pedagogía cristiana que respondiese a la estrategia adoptada por el Concilio de Trento para frenar y, si fuese posible, derrotar las doctrinas de Lutero.

Nació la escuela quiteña o en el arte plástico americano. Algunos críticos la ven solo como una proyección del Barroco español mientras los más acogen un razonamiento inapelable: una escuela artística se llama así cuando un conjunto de caracteres comunes distingue sus obras de las demás en una época o región. Y esto lo cumplía dicha escuela.

A su vez, los talleres quiteños acunaron el arte cuencano. El padre Juan de Velasco, luego de referirse elogiosamente al pintor quiteño Miguel de Santiago, agrega que en su entorno conoció “a varios que estaban en competencia y tenían sus partidarios y protectores. Era un maestro Vela, nativo de Cuenca, y otro llamado el Morlaco…”.

El contexto permite asegurar que no eran artistas despreciables sino maestros notorios, ligados a la ciudad natal, con discípulos primero en Quito y después en Cuenca no solo para copiar modelos sino quizá para introducir alguna modificación en las imágenes. No eran casos aislados. El padre José María Vargas agregó el nombre del jesuita Miguel de Santa Cruz, también cuencano, colaborador del padre Juan de Narváez y del pintor Nicolás Javier Goríbar en el célebre grabado de la Provincia Jesuítica de Quito en 1718. “El Corregimiento de Cuenca contó en la Colonia con pintores y escultores que dieron aire local a cuadros y efigies de la Virgen. De indudable estilo cuencano es el alto relieve que presenta María con el Niño Jesús y San Juan Niño, como una réplica escultórica de una ‘Madona’ de Rafael de Urbino” (Vargas, José María).

Luego, en 1751, hablando de Cuenca, el padre Bernardo Recio se refirió al mármol, “que por tener sus manchas llaman allá jaspe; de estas piedras se hacen obras exquisitas, de todo género, que, realzadas con el primor de las pinturas, son una admiración, de modo que se apetecen y llevan hasta Lima…”. En el Museo de las Conceptas de Cuenca hay 2 pequeñas pinturas sobre mármol que obedecen a esta descripción.

Sería de mucho interés ahondar el estudio de las obras plásticas de Cuenca, lo decimos a guisa de ejemplo, como los lienzos de los ‘Misterios del Rosario’ de la basílica de Santo Domingo.

Su buena factura entusiasmaba al padre Vargas, magnífico conocedor del arte ecuatoriano, que los tenía por quiteños. Poco después expertos de la Conferencia Episcopal examinaron estos lienzos durante el proceso de limpieza profunda, los catalogaron como de autores cuencanos, queda abierto el tema a los entendidos.

Si la pintura colonial cuencana, a pesar de lo dicho, no fue suficientemente conocida y apreciada, la escultura presenta otros ribetes. En sus libros de historia del arte ecuatoriano el padre José María Vargas trata con extensión el tema.

Cuando declinó la maravillosa talla de madera en Quito con la desaparición de Caspicara y demás maestros, Cuenca produjo desde los años finales de la Colonia hasta el siglo XIX y comienzos del XX un grupo de escultores, especialmente de Cristos, con una concepción religiosa profunda que en muchas ocasiones consiguió a la vez dramáticas pero mesuradas expresiones en la iconografía del dolor del crucificado y una encarnadura, ya velada, ya con brillo, con resultados casi siempre estupendos. No se quedaban atrás las imágenes de la Virgen talladas en la actitud propia de sus advocaciones.

No ha llegado hasta nosotros sino una parte ínfima de la producción de los talleres cuencanos. A la destrucción de cuadros e imágenes en bulto por la incuria, la humedad o la polilla habría que sumar la constante depredación de los comerciantes y aficionados, mientras más cultos, más peligrosos ¿Cuántas obras salieron de esos talleres para satisfacer las exigencias mercantiles nacionales o extranjeras que apreciaban la obra plástica de la escuela de Quito en que se incluía Cuenca?

El arte religioso, fuente de trabajo de numerosos cuencanos, permitía mejorar la economía local, siempre al borde de las soluciones milagrosas. El mercado del arte religioso, relativamente vasto, podía abarcar a todos los dueños de casa, a los párrocos y más clérigos, a las cofradías, hermandades, doctrinas y parroquias que requerían tallas y cuadros con afanes religiosos, o como el único adorno de los hogares más o menos cultos, carentes de paisajes o retratos desconocidos en el medio. Nos queda por hablar de Sangurima, Vélez, Alvarado, Figueroa, Velasco, Guamán, Arce, entre otros, escultores locales de mucha trascendencia.

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