“Por aquí es mi tierra... y el volcán reina en ella”
Es única esta tierra, y es único el pedazo de mapa en el que nos movemos cotidianamente. Se denomina Tungurahua, a la manera como los romanos llamaban provincia cuando delimitaban sus dominios. Las provincias somos reservas que las capitales tienen de sus naciones, igual que en economía, también en el civismo y en las canteras silenciosas de la dignidad. Antes, aquí vivía gente libre, cuando la Tungurahua era volcán hembra.
Hasta ahora derrama lava purísima, rojísima, ardientísima, como constancia de su espíritu de diosa primitiva, que sabe del bien y del mal de nuestras entrañas. Por eso los ancestrales caminantes de estas arenas cenicientas no buscaban paraísos en el más allá, porque nacieron y crecieron pragmáticos, fecundados con esperma de maíz y óvulos secretos que la tierra guarda en los almidones de las papas y de los zapallos.
Al otear el horizonte no solo está la Mama Tungurahua, sino al Cotopaxi, Casaguala, Igualata, etc.
Después de la muerte, creo que hasta ahora no quieren ni pretendemos ir al cielo, porque saben y sabemos que es en la tierra donde uno se siente más seguro con su esqueleto, y con lo que queda de ese viento apaciguado que duerme, después que la memoria se hace, lo que los demás llaman: alma. De alguna manera seguimos en la búsqueda de una auténtica democracia para saber que debemos morir con dignidad.
Y como al otear el horizonte no solo tenemos a la Mama Tungurahua, sino al Cotopaxi, al Casaguala, al Igualata, al Carihuairazo, y sobre todo al coloso Chimborazo, creo que si nuestros ancestros hubiesen sido griegos, habrían dicho: “Aquí es el Olimpo, aquí nacieron y se expandieron las deidades”.
También las ninfas en sus lagunas de Pisayambo, de Yanacocha, de Malenda, de Totoras, de Cotaló, antes que estas últimas se secaran; como se nos ha ido secando un río cada cien años. Nuestro semidiós intercultural, desde aquí fue Rumiñahui, el ‘care piedra’ que se enfrentó a los españoles que llegaron por primera vez disfrazados de troyanos.
También fueron semidioses Quisquís y Calicuchima que vencieron el poder de los caballos, y enseñaron que hasta ahora no se pueden librar del poder que tiene la emboscada; semidiós es también nuestro José María Urbina –presidente- que abolió la esclavitud de los negros y legalizó el alma de los indios, quitándoles el negocio más rentable de la trata, a los que nosotros aprendimos que fueron héroes, cuando ya éramos República.
De por aquí, de esta tierra son las musas, las que alegran la vida de los hombres y les obsequian liras como la que recibió Juan León Mera para cantar el Himno de la Patria, con el tono de su época. Desde aquí, el zambo Juan Montalvo, látigo de verbos, fustigaba a los tiranos con su tintero de lava; y Luis Martínez escribía lienzos de paisajes o pintaba las palabras de los montes. Jorge Enrique Adoum comprendió que nutriéndose de los dolores de su gente, junto a Neruda, nos dejó Los Cuadernos de la Tierra.
También fueron semidioses Quisquís y Calicuchima que vencieron el poder de los caballos...
Los centauros vivieron por aquí cuando llegaron trasplantados de otros mares, y engendraron muchos vástagos usurpando a las Vírgenes del Sol en una época que llamábamos la Colonia. Y las gorgonas y las medusas aquí fueron indias y mestizas, las que preparando el sacrificio de las insurrecciones y ofrendando sus propias vidas en la hora y en las pedradas limpias, abrieron el camino hacia la libertad antes que los pelucones de 1809 se adjudicaran el Primer Grito de Independencia desde la Real Audiencia de Quito: ahí está Bárbula Sinaylín, Teresa Maroto, Martina Cruz, Rosa Siñapanta, Valentina y Mauricia Balseca, y más, mujeres ahorcadas y descuartizadas por los “pacificadores de indios”, padres y abuelos de los independentistas, que luego pasaron a ser nuestros gobernantes. Las sílfides son nuestras membretadas reinas, las que alegran los aires a pesar de la muerte y de los terremotos que vivimos soportando estoicamente.
Y es más, Zeus, de alguna manera y bajo palabra vernácula tiene el Altar del Trueno, del Rayo y de las Nubes apasionadas en nuestros laberintos que se llaman Llanganatis, donde ahora mismo palpita un pueblo singular que labra sus héroes nacionales para todas las contiendas; es el pueblo de Píllaro el que tiene una larga tradición de muertos en todas nuestras guerras, y vive entusiasmado con aportar a la Patria sus lápidas de heroísmo y dignidad: Mama Choasanguil, la madre de Rumiñahui; las combatientes de la Batalla de Pichincha:
Gertrudis Esparza, Inés María Jiménez y Rosa Robalino, que vestidas de soldados lucharon con los nombres de Manuel Esparza, Manuel Jiménez (Inés María) y Manuel Jurado (Rosa Robalino), y no contentas con estas lides, se fueron a las batallas de Junín y Ayacucho, en las que descubrieron su audacia ante el Mariscal Sucre, que sin saber qué hacer ni qué decir, les ascendió a sargentos, sin darse cuenta que eran heroínas de verdad. Es que Sucre no sabía que en Píllaro se asentaron los huacos, venidos desde Bolivia como mitimas aymaras, con cuya palabra y en cuya lengua había que referirse a mujeres varoniles que no se amedrentaban ni ante el trabajo ni ante las batallas.
Cada vez que tenemos una guerra hay un héroe pillareño, donde hasta los diablos salen de la tristeza del infierno a disfrutar de la libertad.