Una tradición alimenticia con más de 100 años
Bajas temperaturas, suelos fértiles, humildes pero acogedoras viviendas, extensos prados y gran cantidad de ganado vacuno son algunas de las características más destacadas de los pueblitos de la Sierra centro.
Estos elementos son requisitos indispensables de un rincón andino, un concepto territorial que abarca aspectos geográficos, antropológicos, sociales, organizativos, culturales y gastronómicos. No obstante, otros 3 componentes naturales están íntimamente relacionados con dichos pueblitos.
La conjunción de agua, cereales y piedra, pese a sus diferencias en forma, peso, textura y tonalidad, hace algunas décadas dio paso a una tradición alimenticia muy popular en el país.
Molienda de granos
Se trata de la elaboración de finas y nutritivas harinas. Este producto se consigue a partir de la molienda de granos, semillas y cereales propios de la región andina. La clave de esta actividad está en el abundante recurso hídrico que discurre por los gélidos afluentes de la alta montaña.
En Chimborazo, Cotopaxi, Tungurahua y Bolívar, entre otras provincias de la Sierra, hasta hace tres décadas los molinos accionados por agua aún estaban en vigencia. Allí, miles de familias obtenían el ingrediente base para la preparación de coladas, sopas, cremas, tortillas, pasteles y muchos otros platillos de diario consumo.
“Si bien hoy en día las harinas que consume la población urbana se producen en fábricas, nuestros abuelos la elaboraban en trituradoras de piedra. Estas antiguas herramientas consisten en dos redondas planchas de piedra, las cuales son movidas por la fuerza del agua de un río, y que han sido extraídas precisamente del lecho fluvial”, dijo Martín Alvarado, profesor de Guaranda.
A más del molino de piedra, la “aceña” juega un papel fundamental para el funcionamiento del sistema de molturación de cereales.
“Esta palabrita hace referencia a la rueda de madera o metal (turbina) con aspas, que inicialmente entra en contacto con el agua, gira sin cesar y activa el mecanismo. En la parte interna del habitáculo se instalan los rudimentarios recipientes, tanto para el grano entero como para los polvillos resultantes”, agregó Alvarado.
Normalmente, en cada cubículo existen tres molinos de piedra. Si bien eran usados por los propietarios y trabajadores de una hacienda, personas ajenas a las fincas podían moler a un precio módico y en horarios diferentes.
Escobillas, sacos de lona, paletas, cedazo, entre otros implementos, eran usados para recoger y empacar las finas harinas de trigo, cebada, avena, arveja, fréjol, maíz y más cereales.
Cebada tostada es uno de los granos andinos que a diario se trituran en los antiguos molinos. Un dólar cuesta el uso de la herramienta por cada hora. Foto: Roberto Chávez / El Telégrafo
Inicios de la actividad
Esta labor se perfeccionó con la llegada de los colonos españoles, portugueses, e italianos a Sudamérica a inicios del siglo XV. Si bien en el país ya se conocía y practicaba la molienda de granos, semillas, raíces y cortezas vegetales, entre otros productos, con pequeñas rocas sobre un mortero, la actividad se tecnificó con el sistema hídrico.
La provincia de Bolívar es la que cuenta con el mayor número de molinos de agua en la Sierra centro, especialmente en los cantones Guaranda, Chimbo y San Miguel.
En un tramo de la carretera que conduce desde esta última ciudad hacia Balsapamba, uno en particular se ha convertido en objeto de admiración pues lleva más de un siglo funcionando. Allí, a diario, familias de varias localidades cercanas muelen. Este artefacto es una excelente muestra de la conservación de objetos añejos, entre ellos relojes, banderas y composiciones literarias.
Norma Saltos y Esther Núñez, ambas de Chimbo, acuden tres veces por semana para elaborar máchica y harina de arveja, materias con las que preparan el desayuno y almuerzo de sus familiares. “Antes la molienda no tenía costo, pero hace algunos años los dueños decidieron cobrar para hacer mejoras y mantener en buen estado las piedras”, dijo Saltos.
El precio es significativo, continuó, pues las dos horas de uso del tradicional molino cuesta $ 2; si se pasa de este tiempo cada hora adicional solo cuesta $ 0,30. “La mayor parte de la semana acudo por las mañanas. A esa hora el caudal es abundante y el grano se machaca mucho más rápido. Por lo general preparo máchica con grano tostado de cebada y maíz”, agregó Norma.
Por su parte, Esther prefiere ir al molino cada tarde, entre las 14:00 y 15:00, ya que en ese horario no hay muchos usuarios. A pocos metros del lugar existe un molturador similar.
Más de un siglo de historia
La familia Pozo-Mantilla, de la comunidad La Florida en Chimbo, mantiene la tradición de triturar especias en los emblemáticos molinos gracias a la fuerza del caudal en el río Guaranda. Este afluente proviene de los deshielos del volcán Chimborazo.
Las rocas y aceña de este molino son bastante antiguas, tienen cerca de 150 años, y han acompañado a varias generaciones de este reconocido núcleo familiar.
El propietario es Aurelio Pozo, de 71 años, quien recuerda que hace algunas décadas sus padres, tíos y abuelos transportaban cebada, trigo, maíz, habas y arveja desde lejanas comunidades.
“Entre ellas San Francisco, Guanujo, Facundo Vela y Salinas de los Tomabelas. Las harinas resultantes eran, luego del demorado proceso de machacado, transportadas en tiestos de barro a los mercados de Guaranda y otras ciudades”, señaló Aurelio.
El hombre, además, cuenta que los polvillos eran claves en la alimentación de la Sierra central. Con ellos se preparaban coladas o sopas como el locro de bolas de maíz, que consiste en “masitas” de harina de maíz rellenas de queso, col y papas. “Otro de los productos que se elaboran hasta hoy es la harina de haba, para preparar con ella nutritivas sopas.
Frente a la disminución del caudal de los ríos locales, algunos de los 15 molinos de agua en Bolívar son accionados por el agua de acequias”, agregó Pozo. (I)
Harina de maíz, polvo de arveja, máchica, pinol, y polvillo de haba son los productos que se obtienen de la molturación de los granos y cereales. Foto: Roberto Chávez / El Telégrafo