La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) incluyó en su informe anual del año 2005 un análisis de la situación del Ecuador durante 2004-2005. En dicho período sucedieron hechos que desembocaron en la destitución del presidente Lucio Gutiérrez en abril de 2005, el tercer presidente destituido en un breve lapso de ocho años, después de Abdalá Bucaram en febrero de 1997 y de Jamil Mahuad en enero de 2000. A esa fecha, la inestabilidad política en el Ecuador era tal que, desde el período presidencial de Sixto Durán-Ballén (1992-1996), ninguno de los presidentes elegidos popularmente terminó el período para el que se lo eligió. La Comisión Interamericana consideró que los hechos de los años 2004-2005 configuraban “una grave crisis institucional, que justifican la preocupación de la Comisión”.
La CIDH retrató un país desmoralizado, con un “débil estado de derecho” y una “frágil protección de los derechos humanos”. La inestabilidad política, afirmó la Comisión, “ha puesto en evidencia las falencias de una estructura de poderes que ha sido endeble al momento de dar respuestas en sus políticas públicas, a los intereses de la mayoría de la población”. Lo que justificó la preocupación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos era que estas falencias provocaban “la incapacidad del sistema político de dar respuesta a problemas sociales, lo cual contribuye a perpetuar falencias estructurales de derechos humanos”.
La CIDH tenía muy claro quiénes eran los responsables de perpetuar las falencias estructurales en la protección de los derechos humanos en el Ecuador. De manera específica, la Comisión atribuyó esta responsabilidad a “la incapacidad de las clases dirigentes de formar consensos amplios y perdurables que permitan identificar e implementar políticas públicas inclusivas necesarias para el respeto y goce efectivo de todos los derechos humanos”. En particular, enfatizó la Comisión, esta incapacidad afectaba a los derechos a la participación política, a una justicia independiente, imparcial y a gozar de un recurso efectivo, a la libertad de expresión, asociación y reunión, a la igual protección ante la ley y a los derechos económicos, sociales y culturales reconocidos en el Protocolo de San Salvador que el Ecuador había ratificado en 1993 durante el gobierno de Durán-Ballén.
La CIDH tenía muy claro quiénes eran los responsables y también tenía en claro quiénes eran los que sufrían de peor manera las consecuencias de la incapacidad de las clases dirigentes del Ecuador. Con datos obtenidos del Latinobarómetro, la Comisión retrató la desmoralización y la desconfianza generalizada de los habitantes del país:
“La Comisión no puede dejar de señalar que la población ecuatoriana tiene un alto nivel de escepticismo con respecto a las instituciones democráticas, a la dirigencia política y a la capacidad de los órganos estatales para tutelar los derechos humanos”.
Datos que soportaban estas contundentes afirmaciones de la Comisión: apenas el 24% de la población aprobaba la forma en que el Presidente dirigía al país y solamente el 22% pensaba que las personas en ejercicio de la dirección del país hacían lo correcto. Apenas el 24% de la población tenía conocimiento de la Constitución y apenas el 30% pensaba que la justicia ecuatoriana era capaz de impartir justicia, el que era el índice de confianza más bajo en América Latina. La población ecuatoriana también era, en América Latina, la que menos creía que el Estado podía hacer cumplir la ley de manera igualitaria. El 67% de la población estimaba que podía haber democracia sin que funcionen los partidos políticos y el Congreso Nacional. Y solo el 14% de la población ecuatoriana estaba satisfecho con el funcionamiento de la democracia en el país.
Todos estos datos, extraídos del Latinobarómetro, permitieron a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos llegar a la conclusión de que en el Ecuador se vivía una “precaria situación” porque “los habitantes ecuatorianos son de los que presentan más bajos niveles de exigencia de sus derechos, acatamiento de las leyes así como legitimidad de los partidos políticos y del Congreso”.
Un país desmoralizado, sin legitimidad, sin confianza, sin norte. Mucha agua ha corrido desde ese no tan lejano 2005, hace escasos diez años.
Hoy, esa misma población, en aquel entonces desmoralizada, mira las cosas de una manera diferente. El informe más reciente del Latinobarómetro ofrece una imagen distinta del país. Por contraste con algunos de los datos que presentó la Comisión Interamericana en su informe del 2005 y que resultan relevantes para la medición de la confianza ciudadana en el sistema democrático, en el 2013 (el último año con datos disponibles del Latinobarómetro) el 65% de la población ecuatoriana consideró que sin Congreso Nacional no puede haber democracia frente al 33% que el 2005 pensaba así y el 64% consideró en el 2013 que sin partidos políticos no puede haber democracia frente al 32% que el 2005 pensaba de esa forma. Según el Latinobarómetro, en Ecuador la satisfacción con la democracia creció del 14% reseñado por la Comisión Interamericana en su informe del 2005 al 55% de la población en el 2013. En una materia tan relevante y decidora como la economía, en estos días se ha destacado un informe que publicó el Barómetro de las Américas de la Universidad de Vanderbilt, en el que el Ecuador resultó el país de las Américas que obtuvo la mejor evaluación sobre su situación económica: el 59,5% de los ecuatorianos la evaluó de manera positiva. Algo impensable diez años atrás.
En este contexto, una de las cosas más llamativas en el Ecuador es el contraste existente entre la “élite intelectual” que hace opinión pública y la opinión de los ciudadanos de a pie. No es exagerado decir, por ejemplo, que 90% de quienes escriben columnas de opinión en los periódicos de la prensa privada de alcance nacional son contrarios al gobierno del Ecuador y lo estiman poco democrático (por razones que varían, pero que confluyen en eso), mientras que la mayoría de ciudadanos de a pie miran favorablemente lo hecho por el Gobierno Nacional en los últimos ocho años y ha crecido en ellos de una manera significativa su respaldo a la gestión del Gobierno y su apoyo al sistema democrático, como lo demuestran los informes del Latinobarómetro. Si este contraste se debe a un “elitismo epistemológico” (del tipo, “¿qué va a saber esa gente de democracia?”), a la defensa de intereses de clase o a intentar una explicación de la realidad desde la pequeña parcela en la que vive el escritor sin colocarse en los zapatos de otros que viven realidades muy distintas (lo que puede describirse como “micro-trending”), eso está abierto a debate.