Lloa, un lugar en la tierra
Hay un momento en el crepúsculo en que el mirlo levanta el vuelo y parece dibujar en el aire un pentagrama con su pico naranja. En el Municipio de Lloa, 1.200 habitantes cobijados a los pies del imponente Guagua Pichincha, nadie sabe si ese canto es de júbilo o melancolía pero miran al volcán durmiente como si de él procediera una orden mitológica de rezos y cantos. De cuentos y costumbres. A esta Pichincha mágica, la que ordeña hasta la última gota de la leche que cada mañana beben dos millones de quiteños, la que cultiva cada rincón de tierra desde el fondo de los valles a la cima de las montañas, se llega por caminos endiablados.
Más de dos horas de camino diario tiene grabadas en sus viejas botas Miguel Guzmán, de 62 años y cinco hijos a su cargo. Junto con ellos despierta a las 3 de la madrugada, y por ellos se enfrenta a las sombras de la noche cargado de aperos de labranza antes de que los primeros dedos de la luz se abran paso en la mínima grieta del día y los gallos, que aquí cantan como desesperados, revienten los sueños. “La vida es dura pero hay que hacerlo. Así ha sido siempre. También cuando trabajaba para hacendados. El problema ahora son los jóvenes que ya no quieren estar aquí. Ellos prefieren la ciudad”, afirma entrelazando las manos y un gesto de reproche.
Este viejo campesino puede saber o no saber lo que ha dicho el ministro y el Presidente. Unas promesas más o menos no le hacen pestañear. Solo sabe que cuanto menos cobre por un galón de leche, más caro le costará al consumidor. Y que si continúa la desbandada de jóvenes en busca de otros horizontes profesionales, el futuro de Lloa y del campo quiteño estará seriamente amenazado. “Faltan alicientes”, sentencia Miguel Guzmán.
Es mediodía y el sol ardiente cae a plomo sobre la plaza de Lloa. La iglesia, recién pintada, regurgita un blanco nuclear que daña los ojos. En Lloa no hay semáforos, pero sí carros 4x4 de última generación, señal de que el campo produce pepitas de oro. Las callejuelas sin nombre son una sucesión de casas de una planta de las que emanan olores de asados ácidos cuando el apetito araña el estómago. Cerdo asado, parrilladas, truchas y hortalizas de tierra volcánica que aquí brotan de forma casi espontánea.
Para Raúl ha sido una jornada dura. Seis horas al sol recolectando frutas, cuidando del ganado y ayudando a la organización de un curso de capacitación artesanal le han derrotado. Raúl tiene el pelo corto, la cara seria y 11 años. Al caer la tarde mete su mercancía sobrante en una caja de cartón y se aleja satisfecho contando sus ganancias: 5 dólares. Como muchos otros menores, ayuda en las tareas del campo cuando concluyen sus estudios diarios. Apropiadamente, un vecino denomina a estos jóvenes “la generación de la partida” porque intuye que no tardarán en marcharse de Lloa en busca de un “mundo más cómodo y moderno”.
Juan nació aquí y dice sentirse tan aburrido que hace tiempo que decidió trabajar lo justo en el campo para convertirse en guía profesional de montaña para turistas. “Les llevo hasta el cráter del Guagua, y si tienen fuerzas les hago una ruta hacia el Padre Encantado y el Rucu. Pocos la terminan”, asegura con una sonrisa pícara dibujada en el rostro. No resulta difícil imaginar un día de mil demonios junto a Juan en la frontera del cielo. Cuando sopla fuerte el viento suena como un relincho de potro bravo en las cimas del Guagua y del Rucu, y los habitantes de Lloa aguardan a que vuelva la luz escondidos en una niebla azulada.
Pero no es el clima el problema de Lloa. Tampoco las palpitaciones esporádicas del volcán. El dilema es el futuro, la sucesión de Miguel Guzmán y de Juan, y de tantos otros personajes anónimos que caminan sin rumbo por el centro del pueblo y que saludan a los visitantes como si los conocieran de toda la vida. “Los jóvenes se van porque hay carencias”, dice finalmente una persona. El tema se despacha pronto en un improvisado conversatorio público porque lo que más inquieta a los adultos es la falta de capacitación de los estudiantes en temas agrícolas, el oficio ancestral de este pueblo milenario. “Si el campo no se trabaja bien, se muere”.
Manuel, de 47 años, tiene las manos fuertes y ásperas de quien conoce el lenguaje de la tierra. “Necesitamos una escuela agrícola para preservar y mejorar las técnicas de cultivo. Ese es el futuro de Lloa. No el turismo, como algunos esperan, que solo deja plata en los feriados pero luego desaparece”. El influjo del progreso tecnológico afecta sin compasión a este mundo antiguo. “¿Cuándo entenderá el Gobierno que ayudarnos no es pintar el pueblo sino abrir esa escuela agrícola?”, se pregunta Manuel. Sus amigos confirman su desconfianza hacia la capacidad de las autoridades para encauzar y desarrollar la vida en este pueblo montañoso.
Tres gallinas casi sin plumas callejean confiadas junto a la única panadería de Lloa. Kiko Giraldo y su esposa Gabriela, una argentina que elabora pasteles tan dulces como la papaya, dirigen unos talleres de artesanía local con una gran acogida entre los vecinos. Kiko, quiteño de 32 años, tiene una vocación secreta: vivir del teatro. Hoy coordina en Lloa un grupo de danza para niños. El pasado año comenzó la experiencia tras llegar a un fatigoso acuerdo con el presidente de la Junta Parroquial y abrió la inscripción con pocas expectativas. El primer mes vinieron cinco, el segundo 10, el tercero llegaron a 20 alumnos. “Existe una enorme capacidad expresiva en estos menores, pero muchos la tenían reprimida, oculta. Cuando desataron su estado todo se volvió espectacular y el desarrollo social de su vida cotidiana fue evidente. Fabrican sus propios juegos con imaginación y eso les hace ser más felices”, asegura Kiko Giraldo.
El sol del atardecer arranca un fervor rosado a la pared pintada de nata de la panadería. La noche advierte de que su oscuro telón ha comenzado a caer. Se escucha música rumbera aunque nadie baile en la calle. Un perro callejero huye de las sombras. Las estrellas van cubriendo el cielo. El rumor del último bus hacia Quito parece alejarse de Lloa como si esta parroquia fuera un mundo envejecido. Son los sueños de muchos niños, de algunos alumnos de Kiko, que solo piensan en la cultura triunfante y progresista, esa que no calcula cuantas papas habrá que vender para comprar una playstation. Fin .