El destino o la muerte
Los hermanos Ethan y Joel Coen nos presentan una película ácida bajo el título de La balada de Buster Scruggs (2018). Esta tiene su acostumbrado sello: el humor negro corrosivo dado en siete historias del oeste americano, cada cual distinta una de otra.
La balada de Buster Scruggs, por su título, es una película evocativa. Con ella los hermanos Coen homenajean al cine western, con su estética, con sus paisajes, con historias de seres solitarios que deambulan entre nacientes pueblos librados a su suerte. No faltan las canciones cantadas por los personajes como voces interiores que los acompañan en sus aventuras o desventuras.
Como toda película del oeste, hay figuras viles y otras nobles. Pero los Coen los presentan sin edulcorarlos, desnudos ante las circunstancias. Con ello nos hacen pasar del disfrute de una historia a su sesgo brutal. En este sentido, La balada de Buster Scruggs pronto se transforma en un poema visual sobre el ser humano reducido dentro de un espacio salvaje, espacio que por su propia economía es más absoluto y más determinativo: si en las películas clásicas del oeste americano el protagonista tendría que ser el hombre que sometía la naturaleza, en el filme de los Coen tal naturaleza construye y destruye a todo ser humano. No hay héroes sino personajes que son como marionetas del destino.
Desde el poema visual (que es, en realidad, la fórmula estética de los Coen para articular sus historias), nos damos cuenta de que esa naturaleza tiene una ambigüedad implícita. Es su atmósfera tragicómica. Mientras los personajes están tratando de apostar y desafiar a su destino (enfrentarse a duelo, robar bancos, casarse para tener una vida feliz, etc.), tal atmósfera es como un manto que cubre todo: es la atmósfera de la muerte.
En esta tragicomedia, haga lo que se haga, la muerte es el destino.
Aunque las historias sean independientes, La balada de Buster Scruggs tiene un arco fundamental precisamente marcado por la cuestión de la muerte. Recuerda a una película del sueco Ingmar Bergman, El séptimo sello (1957), en la que se trata de diferir la muerte, jugando al ajedrez. Los Coen, al igual que Bergman, conducen simbólicamente a sus personajes esta vez en un carromato con unos “recogedores de almas” hacia una casa esta vez vacía. En este sentido, pareciera que la pregunta es: ¿qué hay al final del camino? El humor negro esconde el nihilismo posmoderno. (O)