Punto de vista
2015: protesta, violencia e impolítica
El personaje del año en Ecuador no fue el Papa Francisco, como lo consagrará la gran prensa, sino la multifacética expresión del manifestante, figura icónica de las democracias contemporáneas. Entre marzo y diciembre, en efecto, la movilización social ocupó el centro de la esfera pública al punto de colocar al poder político en un juego reactivo que trasmutó varias veces en impotente desborde de violencia. Si algunos segmentos de los movilizados propusieron dicha escena -un largo espíritu destituyente atravesó las marchas-, el resto del activismo se movió con sus específicas razones e indignaciones.
En marzo, las salvaguardas a las importaciones sacaron a las calles –por primera vez en este ciclo gubernativo- a manifestantes clasemedieros que resentían ya una cierta contracción de su consumo luego de ocho burbujeantes años. Confluyeron entonces con los más clásicos actores de la protesta, trabajadores e indígenas, que impugnaban las decisiones gubernativas en materia laboral, seguridad social, entre otros. A mediados de año, en el pico más alto de la protesta, las clases medias volvían a las calles haciendo el coro a las grandes fortunas en su vocifero contra los “impuestos marxistas” del gobierno. Sus cuantiosas herencias y sus especulaciones con el uso del suelo parecían en riesgo. Los de muy arriba, sin embargo, no requieren tomar la calle: les alcanza con sacar sus divisas, desinvertir y amenazar con el riesgo-país. Así se manifiesta el capital.
En un entorno de ralentización económica y de impugnación al proceso de enmiendas a la Constitución, la movilización adquirió un cariz violento que desbordó las interacciones entre manifestantes y fuerzas del orden y se extendió al conjunto de espacios sociales en que toma forma la política. Las banderas negras arropaban este signo de intransigencia aniquiladora. Anticorreístas y correístas caminaban con el puñal tras la espalda. La incapacidad de Alianza PAIS para reconocer las demandas democráticas contribuyeron a fraguar esa trama: la tesis del golpismo escamoteaba la legitimidad de un conjunto de reivindicaciones represadas desde hacía tiempo mientras el sonsonete oficial del “somos más, somos muchísimos más” solo enardecía a los movilizados. Lenguajes de guerra.
El Papa fungió entonces como el único Ministro capaz de hacer que el país simule una tregua. Correa, misericordioso, retiró los impuestos redistributivos y convocó a un Diálogo Nacional: dos tremendas anomalías en su estilo político. El Diálogo, a pesar del Presidente, dio oxígeno al gobierno y llegó a reconectarlo con ciertos sectores sociales. La ocasión fue desaprovechada por unos y otros, no obstante, para debatir sobre la cuestión nodal de estos tiempos: los cambios a la Constitución.
Las movilizaciones de inicios de diciembre se orientaron contra la inminente aprobación de aquellos en la Asamblea. Los diversos polos de oposición volvieron a converger en las calles. El gobierno volvió a anteponer la fuerza a la política. Esta solo retornó, de imprevisto, con el anuncio oficial de que la reelección presidencial no rige para 2017. Aunque aquello era parte del legado de las calles, también tuvo el efecto de enfriarlas.
Un año después de la iniciativa de modificar la Carta Magna, 80% de la ciudadanía desconoce sus contenidos. Confluyen ahí la perversa eficacia del gobierno para cerrar la política a la participación popular y el ensimismamiento de un discurso opositor que solo le habla a Correa y no interpela a la sociedad. Impolítica. (O)