Venezuela, mon amour, un país que nos duele a los latinoamericanos
Venezuela duele. Como puede llegar a doler cualquiera de los países donde uno, a lo largo de los años, se mezcló con sus gentes, para informar sobre sus vicisitudes y sus problemas. Pero con Venezuela todo es distinto.
Mientras todos la veían como una gran reserva petrolera en la región (la Venezuela saudí), la patria de Bolívar fue la democracia más sólida de América Latina.
Por largas décadas el país a donde cientos de miles de nuestros compatriotas perseguidos por cuanta dictadura asolara nuestros naciones fueron recibidos no solo para salvar sus vidas, sino para reconstruirlas.
En lo personal fue el país de donde me llegaban los libros de Monte Ávila Editores y de Alfredo Chacón y Antonio Pasquali, de la Universidad Central, con los que nos formamos como comunicadores. De todo aquello, ni las telenovelas de Radio Caracas, con las que nuestras madres agotaban las tardes. Solo queda el recuerdo como lamento y la ausencia de casi cuatro millones de venezolanos esparcidos por el mundo.
“¿En qué momento se jodió Venezuela, Zavalita?”, podría preguntarse Mario Vargas Llosa en Conversación en la Catedral.
Después de todo, esa es la frase de la literatura latinoamericana que mejor le cabe a cada una de nuestras naciones. Y ahí de inmediato aparecen Nicolás Maduro, las Fuerzas Armadas y el padre de la criatura, Hugo Chávez. Sobre el chavismo y su ascenso al poder en 1999, sobran la literatura y las evidencias.
El descalabro social y económico está a la vista. Pero las películas hay que verlas completas y ahí sí el rol del chavismo en la historia reciente del país es un poco más complejo.
Ese eufemismo calificado como de revolución, no es la causa sino la consecuencia de los últimos años de la IV República. El agotamiento del Pacto del Punto Fijo, que forjó la democracia pactada entre Adecos (socialdemócratas) y Copeyanos (democristianos), había comenzado a vislumbrarse en febrero de 1989, cuando la protesta social escribió en la historia el “Caracazo”.
Arrancaba la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez, con un ajuste fiscal. De ahí a la presentación en sociedad de un paracaidista teniente coronel, solo se necesitarían tres años.
La corrupción, las componendas, la falta de políticas para los sectores populares, determinaron que no solo de democracias duraderas viven los pueblos.
Todo lo demás, forma parte todo de un pasado reciente. Una oposición siempre diezmada, las imágenes repetidas durante años de protestas callejeras, tanques, caravanas de refugiados, y todo lo que hace que un país con un potencial enorme se desangre un poco más todos los días.
Y todo acontece, con la alarmante carencia en la región de una diplomacia que contenga a las partes en crisis en un país que fue, amén de los sectores en pugna, tan generoso con América Latina.
Hoy no hay un Grupo de Contadora o de Río (que trabajaron por la paz en Centroamérica) para evitar que los Donald Trump o Vladimir Putin terminen decidiendo. Y la historia tiene sobradas muestras de lo que pasa cuando eso ocurre.
El intento de golpe contra Maduro y la liberación del exalcalde de Chacao, Leopoldo López, aparecen como un capítulo más de la crisis.
Es imposible no ver en López un futuro presidente si se tiene en cuenta que la cárcel, en la política venezolana, funciona como incubadora de jefes de Estado: Rómulo Bentacourt, Rafael Caldera y el propio Chávez, fraguaron entre rejas su futuro.
Hasta aquí la terrible realidad venezolana, mal que le pese al chavismo y a la oposición, no fue escrita ni por Marguerite Duras ni Alain Resnais, sino que fue concebida como una acción colectiva a lo largo de décadas de derroche de la renta petrolera entre otros desbarajustes.
Por lo visto en las últimas horas no se vislumbra nada distinto a una salida militar, con sus fatales consecuencias para un país que uno, en su largo recorrido, aprendió a querer hasta que duele. (O)