Hospital opera con cucharas
Un coche frena bruscamente delante de la puerta de una mezquita del norte de Siria que esconde un hospital clandestino. El conductor, desesperado, clama por ayuda... Sus gritos son sobrecogedores. Se lleva las manos a la cabeza y mira al cielo pidiendo auxilio divino.
Dos hombres acuden rápidamente. Del asiento trasero sacan en volandas a un muchacho de no más de 20 años. Tiene el rostro descompuesto y comienza a palidecer.
Un francotirador había disparado hacia el coche en el que viajaba por Atari (provincia de Alepo). La bala atravesó el maletero y los asientos, alojándose en su cuerpo e hiriéndole de extrema gravedad.
Los dos hombres lo conducen aprisa al interior del templo; un intermitente goteo de sangre muestra el camino a uno de los hospitales clandestinos que los opositores al régimen de Bashar al Asad han habilitado para atender a los heridos.
Los enfermeros le quitan la chaqueta. La camiseta está empapada en sangre y se puede ver con claridad el agujero por donde salió la bala. Usan unas tijeras para cortar la ropa y comienzan a limpiar la herida. Cada segundo es vital para poder mantener al herido aferrado a la vida.
“La bala le ha entrado por la espalda y le ha salido por el pecho. Tiene el pulmón perforado y ha perdido mucha sangre. Está en estado crítico”, afirma el doctor mientras se coloca los guantes de látex.
Este hombre de mediana edad y aspecto frágil en realidad es el anestesista, pero por falta de personal médico cualificado se ha convertido, a marchas forzadas, en cirujano de urgencias. Por sus manos pasan los casos más graves y no siempre puede salvar la vida de todos.
“Con el instrumental que tenemos no podemos hacer absolutamente nada. El material quirúrgico que tenemos son cucharas”, relata el doctor mientras lanza una de las piezas con rabia contra la mesa ubicada en un improvisado quirófano.
La cuchara hace las veces de lanceta (instrumento para abrir una cisura en la vena) y una espumadera sirve de separador de costillas. “Así es imposible hacer nada”, se vuelve a lamentar mientras el suelo comienza a llenarse de sangre.
El especialista en anestesia abre una pequeña cuchilla y comienza con una incisión precisa en la que, a continuación, coloca un catéter de plástico. Todo bajo la tenue luz de varios focos y dos linternas. “Tiene un neumotórax”, afirma mientras le fija el tubo con varios puntos.
Las gasas cubiertas de sangre comienzan a amontonarse por doquier. Han conseguido frenar la hemorragia interna, ahora queda lo más complicado, mantener al muchacho con vida hasta suturar el daño causado por el proyectil.
“La anestesia que tenemos es insuficiente. Carecemos de todo. Nadie nos ayuda y así lo único que podemos hacer es ponernos en manos de Dios”, comenta un enfermero mientras con una mano sujeta una linterna y con la otra una bolsa de sangre. La respiración del muchacho es intermitente. La vida se les escapa a la misma velocidad que la sangre abandona su cuerpo para tapizar el suelo. Cerca de ellos, en otra camilla, varios hombres están donando sangre del grupo 0+ para ayudar.
Mientras que el doctor sin nombre arroja con rabia los guantes sobre la mesa, en la que reposa un instrumental cubierto de sangre. El muchacho continúa con vida. ¿Por cuánto tiempo? “Solo Dios lo sabe”, responde. Un herido más. Una urgencia más. Un día más en Siria.