Arepa y agua consumen los venezolanos rumbo a Colombia
Pan, arepas, galletas y agua para mitigar la sed producida por el exceso de harina fueron los contados alimentos que Yosiahanny, Érika, Arianny, Michell y Yudith -junto con sus hijos- cargaron durante más de siete días en su recorrido entre Venezuela y Colombia.
Esos alimentos les sirvieron para esquivar el hambre y llegar a Bogotá con la misma esperanza: ganar dinero, huir del pasado, criar a sus hijos, contar sus historias.
Michell, con 19 años y dos bebés, realizó un par de veces el trayecto entre Venezuela y Bogotá. El primero le tomó siete días; el segundo, 16.
Yosiahanny salió del país gobernado por Nicolás Maduro con sus dos hijas y un bebé. Su recorrido la llevó primero por la frontera de Maicao y desde allí partió hacia la capital colombiana. Para el camino preparó 12 arepas y empacó una Biblia.
Arianny comenzó el viaje con sus hijos. 976 kilómetros desde Maracaibo hasta Bogotá. En su mochila enrolló ropa para los tres, juguetes, medicamentos y un tetero. También una Biblia.
Érika salió con su hija Nathalia desde Barquisimeto hacia Bogotá. Entre ambas llevaron dos maletas con ropa, un libro de historias bíblicas, cobijas y una hoja con la dirección adonde llegar.
Yudith y Williams caminaron 1.069 kilómetros para llegar a Bogotá. Durante el recorrido comieron pan, algunas frutas y mucha agua. En su bolso amarillo con retazos rojos y azules llevaron ropa, un peluche y la última tarea que Williams hizo en su antiguo colegio.
Estas provisiones y sus dueños fueron capturados por el lente del fotógrafo estadounidense Gregg Segal, quien junto al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) lanzaron el proyecto “El viaje que nunca termina”.
Esta iniciativa tiene como objetivo recolectar donaciones para suplir la unidad móvil de atención en salud de mujeres y madres gestantes -colombianas y venezolanas- que recorrerá los municipios del departamento del Atlántico.
En el marco de esta campaña la Agencia Anadolu habló con Segal.
Más allá de las cifras, ¿cree que con estas fotos se humaniza
el éxodo venezolano?
Claro. La gente no responde ante las estadísticas. Incluso, a veces, no responden ante un artículo escrito que relata el drama de la migración venezolana.
Estamos en una época donde las personas tienen el ojo educado para lo gráfico. En este contexto, yo creo que las fotografías valen más que mil palabras. Por eso pensamos con Acnur que era más eficaz presentar este fenómeno por medio de un grupo de mujeres fotografiadas que a través de números.
Todos tenemos el potencial y la capacidad de empatizar ante este fenómeno, pero a menos que aparezca un detonante que despierte esos sentimientos, es difícil que los mismos se aviven. Aquí la idea es que las fotos sirvan como la chispa de la que surge la compasión y la empatía por los migrantes de Venezuela.
Pero, por otra parte, hay países como Venezuela donde los niños a veces no tienen la opción de elegir con qué se alimentan. Por eso quería contar este lado de la historia.
¿Con qué se encontró en la realización de “El viaje que nunca termina”?
En Bogotá fotografiamos a cinco madres venezolanas con sus respectivos hijos. Escuché algunas de las historias de sus viajes desde Venezuela hasta Colombia y las dificultades que enfrentaron. Me sorprendió mucho que en el trayecto solo se alimentaban de pan, galletas, algunas arepas y agua. En contadas excepciones, leche.
Entre tanto y a pesar de las dificultades, cuando editaba las fotos me di cuenta de que muchas de las expresiones de las caras de las mujeres y de los niños reflejaban una mezcla de determinación, orgullo y fuerza.
¿Qué papel juega la fotografía en países con profundas crisis migratorias como Birmania, Siria o Venezuela?
Las fotografías de “El viaje que nunca termina” son estéticamente diseñadas para lucir coloridas y brillantes, pero cuando obvias la estética puedes notar que reflejan otra realidad. Ahí es cuando este tipo de trabajos abre debates sobre variados temas: nutrición, salud, migración.
¿Qué lo impactó?
Yo sé que puede sonar como una pequeñez, pero el hecho de que una mujer me diga que una manzana en Venezuela puede costar $ 10 es sorprendente. Otra historia muy conmovedora fue la de un niño que abrazó dos barras de pan y no las quería soltar después de que terminamos la sesión fotográfica. (I)