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El Telégrafo
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Voces de Manabí

Voces de Manabí
18 de julio de 2016 - 00:00 - Yuliana Marcillo, Poeta y editora

¿Dónde estás ahora?

Como la voz de la canción que siempre escuchábamos juntos, yo también me pregunto dónde estás ahora. ¿Debajo del mar? ¿Todo fue un sueño? ¿Fuiste imaginario? Yo también quiero vernos vivos. Yo también me desvanezco. Han pasado tres meses y la gente sigue hablando de mí como si todo esto hubiera sido ayer. ¿Recuerdas el vídeo? Escuchábamos aquella canción como locos sin saber su significado. ¡Qué bobos! Si tan solo lo hubiera intuido. Si tan solo…

Mi madre ha logrado recuperar la tablet. Ahí todavía están archivadas nuestras conversaciones: el mensaje donde me contabas que soñaste que te disparaban en el pecho, pocos días antes de que sucediera la desgracia; la foto del almuerzo con la familia el día de los enamorados; no retratamos el día que salimos a vender sánduches y fritadas, pero fue muy divertido; también recuperó los peluches, un retrato de mis quince años y los zapatos que usé el 16 de abril, ese sábado cuando todo se nos vino encima.

El día corrió normal. Estuvimos en pijama con mi hermana toda la mañana. Mi mamá se alistaba para ir a trabajar, pues se celebraba la fiesta de los pescadores en San Lorenzo y esperaba que llegara mucha gente. La venta de hamburguesas sería un éxito. Regresamos a casa con la finalidad de buscar a mi madre más tarde, pero las siguientes horas después de caer la tarde, pasamos atrapados entre los escombros de lo que fue mi hogar. Me diste la mano antes de que cuatro losas nos aplastaran por completo. Después vino la oscuridad. Sentía que estábamos en el infierno. Mordí mis labios. Chupé mi sangre. Escuché morir a mi abuelo exhalando un tercer suspiro. Recogí tu vómito con mis manos. Me pediste que oremos y yo ni siquiera pensaba en Dios en ese momento. Las horas se hicieron interminables. Y al final, cuando pensé que ya no podría percibir más el aire, soplaste cerca de mi boca como si haciendo eso pudieras devolverme la vida.

Cuatro personas murieron esa noche. Pero a nosotros pudo rescatarnos mi papá, mi héroe. Me quedaron huecos en la cabeza, tengo cicatrices en el rostro, perdí una pierna. Esa madrugada llovió.

***

Te reirías al saber que ahora todos me llaman «bonita», gracias a ti. La historia del amor de los «bonitos» salió hasta en portada. Esa noche fue la última vez que te vi. Te dio un infarto, dicen; te perforaron los pulmones, dicen; te desconectaron del respirador artificial cuando corrió la alerta de un tsunami y doctores y enfermos salieron corriendo, siguen diciendo.

En estos últimos meses me han visitado muchos periodistas. Creo que me he vuelto famosa, todos saben de mí. Vinieron a mi casa para decirme que harían una película con nuestra historia. En la calle le preguntan a mi mamá si yo soy yo, ella les dice que sí, que soy Jahaira, la «bonita», una de las sobrevivientes del 16 de abril.

***

Un día, cuando desperté después de recibir una larga dosis de medicina, ya no tenía la pierna derecha. Mi papá me dijo que estaba debajo, cubierta con la almohada, pero no le creí. Así que cuando pasó el chico de la limpieza, le pedí que levantara la sábana, la pierna ya no estaba y el dolor se había ido con ella, lo cual me hacía sentir aliviada, extrañamente bien.

Me hicieron dos amputaciones, la primera debajo de la rodilla, y la segunda mucho más arriba porque no dejaba de sangrar y la infección se había expandido. Le pedí permiso a mi mamá para casarme contigo, pues ambos, con 21 años, aún éramos unos niños. Yo asimilé mi nueva vida y estuve tranquila hasta el 8 de mayo. Ese fue el peor día de mi vida: recibí la visita de tu familia. Tu mamá vestía de negro y toda vuelta angustia me dijo que ya no estabas aquí. «Maldito terremoto, te llevaste al amor de mi vida», grité. Nuevamente me sedaron. Han pasado los días y soy bastante optimista. Le doy fuerzas a mi mami y ahora estamos tranquilas. Hago mi terapia, uso tu gorra favorita a diario, no me la quito nunca, también la cadena que me obsequiaste. A veces lloro, pero si sobreviví, supongo que algún propósito debe haber. Me darán una prótesis y espero poder retomar la universidad cuando pueda volver a caminar. Yo sé que saldré adelante, supongo que algún día me he de casar, tendré un hijo y llevará tu nombre. Juro que sí. Ahora escucho nuestra canción favorita, ‘Faded’, de Alan Walker. Nos imagino debajo del mar, lleno de colores y sueños, consumidos para siempre por el silencio.

El olor a muerte

Cuando abrí los ojos tenía dos muertos a mi lado. Eran esposos. Sus tres hijos, dos niños y un adolescente, también estaban cerca, vivos todavía. Había gritos y llantos por todas partes. Pensé rápido en qué debíamos hacer, así que les pedí que nos comenzáramos a enumerar. Llegamos a veinticinco, algunos gravemente heridos, otros con las piernas destrozadas, de esa cifra solo tres sobrevivimos.

Nunca nadie supo que se había producido un terremoto. Todos pensábamos que el temblor había hecho caer el edificio pero por viejo, por el peso de sus cuatro pisos, o por cualquier otra razón, menos que se trataba de un terremoto. En ese edificio había de todo, bisutería, útiles escolares, librería, papelería, en fin. Yo recién llevaba una semana de trabajo, me habían contratado porque comenzaba la etapa escolar y la afluencia de personas es impresionante. Además era quincena. Esperábamos recibir mucha gente. Y, efectivamente, el comercial estaba a reventar. El edificio Felipe Navarrete colapsó con unas 123 personas dentro, alrededor de 32 fueron rescatadas, el resto murieron aplastadas.

Sábado

Nos pusimos en marcha. Entre todos nos pusimos de acuerdo para ayudar al de al lado. Tratamos de apartar los escombros que nos hacían daño. Solo podíamos mover los brazos de forma horizontal, y así tratamos de distribuir los espacios para estar lo más cómodos posible, por así decirlo. Será el instinto de supervivencia, no sé, pero mantuvimos la calma por algunas horas, a pesar de que había personas muertas alrededor. Esa noche no escuchábamos nada de afuera. No entendíamos por qué no llegaban a rescatarnos. Aprovechamos para conversar y contarnos nuestras vidas, en ese momento nos conocimos y el calor del hogar por un instante visitó ese hueco oscuro. Pensábamos que juntos lograríamos salir con vida.

Nadie durmió ese sábado. Todos nos desvelamos inventando posibles razones por las que se había desplomado el edificio, ninguna se acercaba al movimiento 7.8 que afectó a Manabí ese día. Lejos estábamos. Lejísimos.

Domingo

Al día siguiente la historia fue otra. Todos se comenzaron a desesperar. Yo lo que quería era ‘ventiarme’, respirar. Así que le saqué la pasta a un cuaderno que estaba cerca y comencé a darme aire. Tuve tiempo para pensar en mí. Recordaba mi niñez, cuando estaba relacionada con la religión cristiana evangélica y eso me ayudó un poco a mantener la calma. De pequeña fui patrocinada por esa religión. Me ayudaban a hacer las tareas y me daban comida. En ese tiempo mi papá maltrataba a mi madre, no teníamos casa y ella no trabajaba. Las hermanas me enseñaron cómo encomendarme a Dios cuando estás en una situación extrema. Entonces pensaba que si seguía viva, era porque tenía que conocer el sufrimiento, pero también la valentía.

De un momento a otro el caos comenzó a tomar fuerza. A medida que pasaban las horas, la locura se apoderó de todos. Ahí abajo decían que para qué íbamos a sufrir tanto si podíamos matarnos. Un chico dijo que si a él no lo sacaban, nadie saldría vivo de ahí e intentó atacar a una compañera del trabajo con un vidrio. Al poco rato el joven comenzó a delirar. Pedía que le pasaran el PlayStation para jugar, y nosotros, para seguirle la corriente, le decíamos que esperara, que alguien más lo estaba usando. Allí abajo no había nada con qué jugar, solo había desesperación, sangre y dolor. Él fue el tercero que murió.

Supimos del tiempo hasta el domingo once de la noche gracias a que teníamos un teléfono con algo de batería, pero sin señal. De ahí en adelante ya no supimos más. En la madrugada de ese día una pareja debatía sobre la posibilidad de matarse. La señora primero le pedía a su esposo que no la matara, luego le suplicaba que la matase de una vez, que ya no quería sufrir. Decían que si Dios existía no permitiría tanto sufrimiento. Yo los escuchaba, pero no opinaba. La gente estaba como poseída. Después de un largo rato no los oímos más. Dimos por hecho que se sea como sea, habían muerto.

***

Los niños que estaban cerca pedían helado, cola, comida, querían orinar, y nosotros no podíamos hacer nada. En ese lugar estaba una familia completa: dos hermanos, una niña y sus padres, todos murieron ante mis ojos, poco a poco, uno a uno. Otra familia también se encontraba cerca, habían ido a comprar los útiles escolares. Cuando los niños preguntaban por qué sus hermanos o sus padres no se movían, les decíamos que estaban dormidos. Todo era mentira. Había alguien que me mordía, jalaba mis piernas, me lastimaba, después, supongo que ese alguien también murió.

Yo por mi parte tranquilizaba a los niños. Les pedía que durmieran, que descansaran, les decía que todo era cuestión de tiempo, que ya nos venían a rescatar. Una niña me pidió que sea su madre, la suya yacía muerta a un costado. Su hermanito era mucho más paciente y me escuchaba atento. Les di la mano y así estuvimos hasta que los vi dormir por última vez. Cuando nos vinieron a rescatar pensé que estaban con vida, pero no, se murieron durmiendo creo; a los niños no los escuché agonizar.

***

Yo tomé la decisión de dejar de temer. Después de varias semanas perdí el miedo a andar sola, a dormir sola, las réplicas ya no me alteraban, porque pensaba que si no morí atrapada en ese edificio, con más razón debía hacer algo por mi vida. Mi casa es de caña así que ahí nada me pasará. Y ya no ando en la calle como antes. Antes del terremoto salía con mi novio a las fiestas, bebía, hacía cosas incorrectas, pero ahora ya no. He vuelto a la iglesia y ahora al único lugar donde voy es a misa. Mi novio dice que a veces extraña esas cosas, pero yo le digo que he cambiado para bien. Y ahora hasta él me acompaña a la iglesia.

Lunes

En algún momento de las 52 horas que pasé ahí encerrada, pude brevemente conciliar el sueño. Tuve pesadillas. Pero cuando desperté, vi que una luz penetraba por un agujero. Para entonces ya solo tres estábamos vivos: Líder, Yadira y yo. Comencé hacer bulla con fierros hasta que un bombero nos escuchó. Lo primero que alcancé a decir fue que nos pasara agua; habíamos sobrevivido porque todo ese tiempo nos habíamos mojados los labios con nuestra propia orina. A mí me sacaron primero, no sé si ha visto el vídeo, pero yo le dije al bombero: «Ñaño, ñaño, allá hay cuatro más, cuatro están con vida». Recién en ese momento me enteré realmente de lo que había sucedido en Manta.

Al salir, mi familia y las familias de todos los que estábamos enterrados en ese edificio, estaban afuera. A mí ya me daban por muerta ya que la mayoría de los cuerpos que sacaban estaban sin vida. Mi madre había perdido las esperanzas, estaba resignada a recibirme como cadáver. Entonces llamaron a mi papá para que me identifique. Al principio no me reconocía, porque justo a las cinco de la tarde del día del terremoto me habían dado la camiseta de la marca que promocionaba, y el color no coincidía con la ropa que mi mamá había descrito. Mi papá me reconoció por las uñas de los pies, pero le costó mucho. Cuando dijo «sí, sí es mi hija», yo aspiré el último aliento de resistencia que tenía, y supe que por fin estaría a salvo, a donde sea que fuera.

Lo único que perdí de mi cuerpo ese día fue el cabello, porque mi cabello era largo y lindo. Tuvieron que cortármelo, ¿no ve que está corto? Estaba lleno de vidrio y sangre. Y mire que aún, tres meses después, cuando tengo el cabello húmedo, siento que todavía huele a muerto.

Hablando por María

Menudita lavaba ropa en la entrada de su refugio: un terreno de tierra rodeado de columnas de cemento. El color negro de su vestido de hilo la hacía lucir lánguida y pequeña. En ese mismo lugar, que después del 16 de abril se convirtió en su hogar, María Molina de 59 años, comparte techo y lavacara con las mujeres de cinco familias más, que al igual que ella, el terremoto las dejó sin hogar.

Su hija, blanquísima y de trenza negra, habla por María. Cuenta que en la casa que se cayó, ubicada al frente del terreno donde viven ahora, y que ahora es un solar lleno de escombros, vivían doce personas: entre hijos, nietos, madres, padres y abuelos. Las otras seis casas que se encontraban de ese lado de la vereda también fueron demolidas.

María es presionada por las mujeres que le rodean para que deje lavar y salga a la calle a contar su historia. Ella me mira pero no me ve. A paso lento y sin ganas se me acerca y sin que yo le diga nada, cruza la calle y se para frente a lo que fue su casa. Su esposo, quien carga con las secuelas de un derrame cerebral, avanza detrás de nosotras apoyándose en un bastón. María muestra unos muebles viejos y rasgados que se encuentran en la calle: «esos eran mis muebles», dice. «Perdí la licuadora, los vasos», señala. Hago silencio. Regresar a tu ciudad y verla devastada te quiebra por dentro y por fuera. Pregunto por sus hijos y la respuesta retumba como bomba lista para estallar: «Llegaba de sepultar a mi hija cuando nos cayó el terremoto». María explota en llanto. Los cuatro niños de su hija quedaron huérfanos, ahora son responsabilidad de una abuela que trabaja en una empresa atunera hasta altas horas de la noche, sin horarios fijos, pero lista siempre para limpiar pescado.

Una semana antes del terremoto, su hija fue ingresada al hospital público por una infección pulmonar, pero también arrastraba un cuadro de anemia para el que ya estaba recibiendo tratamiento. El 14 de abril, su corazón dejó de latir. María cree que hubo mala práctica médica, que por eso su niña se le fue. El 15 la velaron y el sábado 16 la sepultaron. Llegaban del cementerio cuando la tierra se comenzó a mover. «A mí no me importa que se me haya caído la casa, eso no me duele, a mí lo que me mata es que mi hija ya no esté. ¿Hemos terminado?». Sí, le digo, y la acompaño nuevamente hacia el lavandero. Ella toma su lugar e intenta seguir restregando pero las lágrimas no cesan. La hija toma la posta y comienza a relatarme de nuevo los hechos, María no soporta el peso que cargan los padres cuando entierran a sus hijos. Hoy ha sido un día duro. Ella se retira en busca de un colchón, descansar le vendrá bien, dicen las mujeres. María ya no quiere hablar, yo tampoco.

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