Los lugares rotos
El mundo nos rompe a todos, pero después algunos se vuelven fuertes en los lugares rotos.
Ernest Hemigway
Kintsugi.
El arte japonés de reparar una pieza rota, digamos una taza, con un adhesivo de oro o plata se llama kintsugi. La taza reparada, cuyas piezas se vuelven a pegar con mucha notoriedad, se convierte en un objeto aún más fuerte de lo que era. Y más hermoso. De hecho, es aún más valioso que cuando no se había roto. La prueba de que era frágil y que ha podido recomponerse es lo que le da una nueva belleza. De eso se trata el kintsugi: de enaltecer la recuperación, de reconstruir sin ocultar el daño. Ahora ese objeto, ese tazón, tiene una historia. Heridas. Fracturas. Lugares rotos. Y, a pesar de eso, y, por eso, genera admiración.
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Cuando acaba de suceder un desastre natural muy cerca de ti, la distancia es tan corta que no ves nada. Lo importante es no perder tiempo lamentándose. Lo importante es no pensar, sino actuar. Hay gente a la que salvar, hay muertos a los que enterrar, hay ayudas que gestionar, hay cosas que rescatar, hay vidas que continuar. Pisas los cascotes sin pensar en qué vas a hacer después con esos cascotes y sin pensar, tampoco, que esos cascotes eran la farmacia, la academia de inglés, la pared donde tenías el televisor y el cuarto de la niña. Los primeros días de la destrucción del mundo no se piensa en la destrucción del mundo. Eso viene después.
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Estuve en Manabí en junio, a dos meses exactos del terremoto. Sesenta días habían cundido para limpiar el polvo, quitar los trozos de edificios, acordonar la zona perdida, a la que llaman cero, trasladar el negocio a un garaje, a la calle, a un local vacío que tenía alguien en algún barrio y seguir adelante.
Sesenta días para hacer eso que los japoneses llaman kintsugi.
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A mi sobrina Martina la llaman «el terremotito».
—Ahí viene el terremotito —dice su mamá.
Lo que viene es, de verdad, el ser más hermoso que he visto. Ojos enormes color caramelo, pelo rizado, sonrisa capaz de derretir de amor a un ogro, cuerpecito al que dan ganas de abrazar y no soltar nunca más. Martina tiene tres años y es pequeñita. Tiene un tipo de acondroplasia, una anomalía en el crecimiento de los huesos que provoca que sus extremidades sean más cortas. Martina, además, es un sueño. Si te toca la cabeza con sus manitas creerás que te han bendecido. Sus padres, mis jóvenes primos de Portoviejo, acaban de tener otro bebé, Lucas, que nació pocos días después del terremoto y con la misma condición física que su hermana. Los terremotos vienen en diferentes formatos: unos son interiores, otros son exteriores. A veces la tierra se mueve con ferocidad, como si quisiera sacudirse de nosotros, y, a veces, es un cromosoma o unos genes distintos en nuestros adorados bebés.
A veces el fin del mundo sucede en una sola casa. En la casa de mis primos, por ejemplo, que saben que habrá preguntas sobre sus hijos, miradas crueles o compasivas, discriminación, apodos, dificultades añadidas a la perra dificultad de vivir. Sí, todos los terremotos nos dejan perplejos, atontados, ciegos, cubiertos de polvo y angustia, en posición fetal: ¿Por qué? ¿Y ahora qué hago? Lo que se rompe te rompe. Dios mío, ¿por qué? Eso se lo preguntaron mucho Pamela y Diego, mis primos, hasta que Martina les sonrió —ay esa sonrisa, capaz de restaurar todos los lugares rotos— decidieron levantarse, sacudirse el polvo de encima, y dar gracias por estar vivos, estar sanos. No sé si es fingido, pero no lo parece: son las personas más afortunadas del mundo.
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Al centro de Portoviejo no se puede entrar. Está acordonado y hay policías o militares en cada esquina. El sentido común también actúa como barrera de seguridad: todo está por caerse. Hay un edificio que parece la torre inclinada de Pisa y desafía todo sentido del equilibrio. Lo que era la zona más viva, el hormiguero comercial de una ciudad netamente comercial, ahora es un pueblo fantasma. Las grietas gritan lo que todo el mundo ya sabe: eso se ha perdido. Sin embargo, los alrededores están llenos de carteles, letreros, hojas, pintadas en las paredes. «Nos hemos mudado a la calle tal», «seguimos atendiendo en la calle cual», «nuestra nueva dirección es…», «visítenos en nuestro nuevo local ubicado en…». Toda la ciudad es un enorme cartel informativo que da un solo mensaje: sobreviviremos.
Los cambios de dirección y los locales improvisados en garajes, patios, salas, mesas en la calle bajo toldos, son la resistencia de todos los que perdieron sus cosas en el terremoto, pero no su capacidad de ingeniárselas para seguir adelante. Nadie ha dicho «al diablo», tal vez porque nadie puede permitírselo —porque hay que comer—, tal vez porque nadie quiere hacerlo: una cuestión de dignidad. Manabí ha mostrado una dignidad que conmueve hasta las tripas. Recogieron, limpiaron, ordenaron lo mejor que pudieron, levantaron y salieron a trabajar.
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Hay dolor: las sofocantes y provisionales, pero cada vez más definitivas carpas en el aeropuerto de Portoviejo, la devastación increíble de Pedernales, los edificios de Bahía, casi todos esqueletos blancos e inhabitables. El horror de la sacudida de la naturaleza y de nuestra pequeñez. La infinita tristeza por quienes perdieron a sus amados y amadas. Pero luego, por la mañana, el desayuno con la familia manabita, Pamela y Diego, Martina, su hermanito Lucas, y una mesa como para una reina: pan de almidón, bollo de pescado, café pasado, torta de choclo, tortilla de yuca, jugo de naranjilla. La comida que solo puede darse en esa tierra de buen comer. Las risas que solo pueden darse en esa tierra de buen reír. El cariño que solo puede darse en esa tierra de buen querer.
Estamos vivos. A pesar de los lugares rotos. El beso melcochoso de Martina. Lucas se duerme en tus brazos. Habrá más verde y más maní en el almuerzo. Hemos sobrevivido.
Destacado
Pisas cascotes sin pensar en qué vas a hacer después con ellos, sin pensar que esos cascotes eran la farmacia, la academia de inglés, la pared donde tenías el televisor y el cuarto de la niña. Los primeros días de la destrucción del mundo no se piensa en la destrucción del mundo. Eso viene después.