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El Telégrafo
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Víctor Delfín y los sueños de metal

Víctor Delfín y los sueños de metal
27 de enero de 2013 - 00:00

Víctor Vimos

Es casi medio día y, del otro lado de la ventana, el mar se extiende sobre la arena como un animal que huye del cansancio. Imagino que ese es el mismo mar de todas las costas: agua salada, espuma borrosa, brazo líquido que avanza y se repliega al vientre, al único vientre del que se origina toda su fuerza. Acaso esa misma imagen ilustra el sentido que Víctor Delfín ha hallado en el arte: un centro de vitalidad del que bebe su fuerza para crear.

Mirándolo ahora, a sus 85 años, sentado en el sillón de su taller, de espaldas al mar limeño, con las manos en constante movimiento como si ensamblara, letra a letra, cada palabra que pronuncia, no me resulta difícil imaginarlo corriendo por la playa con los pies y el torso desnudos. “Tuvimos una niñez muy linda, éramos pobres, pero no miserables”, dice Delfín, revolviendo en su memoria. La primera persona del plural, en esta parte de la narración, se refiere a los siete hermanos que formaron su familia.

“Yo era el último y eso tenía sus ventajas, los berrinches, las demandas, todo era atendido por mi padre y mis hermanos”, confiesa el artista con una voz aguda que está al borde de convertirse en una leve risa.

Recuerda claramente, de ese tiempo, sus primeros trazos sobre el papel: aves, paisajes, objetos y líneas gruesas con las que trataba de transmitir las imágenes del mundo costero en el que había crecido.

Para diciembre de 1927, año del nacimiento de Víctor Delfín, Lobitos era un caserío asentado en la costa norte del Perú, sin más señas que su pertenencia al departamento de Piura. Playas de agua fría con olas y viento parejo eran el tapiz de fondo sobre el que se desenvolvían las noches y los días de sus pobladores.

Ahora, aunque la palabra “caserío” ya no cubre las nuevas construcciones de material mixto y cemento, el ambiente continúa como entonces: un espacio de brisa marina donde la calma es una constante. La infancia del artista transcurre aquí: hijo de Ruperto Delfín, judío sefardí, que trabajaba como soldador en la petrolera del pueblo, y de Santos Ramírez, una indígena Sechurá. Delfín define sus pasos influido por el imaginario paterno: “mi padre era una persona medianamente culta, con mucha curiosidad frente al acontecer del mundo.

Por eso tomó la decisión de dejar su chacra donde le esperaba un destino de comerciante y viajó hasta la costa en busca de otro futuro”, cuenta el artista.

27-01-13-cp-leon3Esa curiosidad por el mundo fue el punto de intersección con la curiosidad que el pequeño Víctor plasmaba en sus tempranos dibujos: “me alentaba, me daba algo de dinero para que vaya a comprar colores o carbón con los cuales dibujar”, señala Delfín.

De su madre, en cambio, el recuerdo es borroso, como el de una canción de la que con esfuerzo se alcanza a recordar el compás pero no la letra. “Al ser el último de los hijos, creo que encontré a mi madre ya cansada, fatigada de cuidar niños, de vestirlos, de amamantarlo... Yo nunca recibí su seno”, confiesa el artista. El vacío es un animal que no conoce la calma.

Eso lo sospecha Delfín cuando vuelve a la ausencia de la ternura materna y mira que, en el transcurso de tantos años, esta siempre fue llenada por otras mujeres, acaso sin lograr solucionarla por completo. “Mi hermana mayor hizo las veces de madre, luego, quizá, por esa misma carencia he buscado en el amor de las mujeres un refugio”, apunta Delfín, antes de comentar sobre la especial paciencia y apego que tiene por sus amistades femeninas.

“A Lima llegué por una decepción amorosa”, dice Víctor Delfín, pasando con agilidad las páginas de sus recuerdos. La primera persona del singular, en esta parte de la narración, tiene el corazón roto y llora. “Me había enamorado de una vecina, y sus padres, al ver mis intenciones, decidieron casarla”. Ahora la cicatriz es un rasguño.

Pero, entonces, cuando Delfín tenía 19 años, la sentía como si algo dentro se le hubiera roto, una especie de hielo en el amor propio que le obligaba a salir del sitio donde no le habían correspondido.

“Lo que entiendo es que desde pequeño, por ser el más mimado de todos, fui cultivando una vanidad muy mía, que me hacía sentir un dolor profundo cuando algo se me negaba”, acusa el artista. Ese impulso y el desengaño amoroso lo llevaron a inscribirse en la Escuela Nacional de Bellas Artes de la capital.

“Di el examen sin ninguna dificultad, a pesar de que no terminé mi instrucción básica, sabía todos los temas que contenía esa prueba, había leído tanto en mi infancia que no tuve problema”.

Acto uno: se abre el telón y al fondo se ve a Víctor Delfín saliendo airoso de rendir la prueba.

Acto dos: se abre el telón y al fondo se ve a Víctor Delfín contando los días para ver el resultado del examen.

Acto tres: se abre el telón y, en primera fila, se ve a Víctor Delfín buscando una y otra vez su nombre en la lista de aprobados. No consta.

La obra se llama Sorpresa, y tiene un final feliz.

Triste, tras no ver su nombre en la lista de aprobados a la Escuela, Delfín está por retirarse. “Decidí ir a preguntar en la secretaría por si se habían equivocado”, dice el artista. “Cuando el maestro que me atendió y supo mi nombre me dijo: ¿Usted es Delfín? Venga conmigo. Lo acompañé y me explicó que mi nombre no constaba en la lista porque había ganado una beca especial que cubría mis estudios”.

Con esta ayuda cubre alguna parte de sus necesidades estudiantiles y complementa sus ingresos con otros trabajos: ayudante de imprenta, auxiliar de la construcción, etc.

27-01-13-cp-crusificadoLa beca se convierte en una suerte de termómetro que va midiendo la constancia del estudiante Delfín. Año tras año la recibe, luego de que un consejo de maestros evalúa a todos los estudiantes en su rendimiento. Pero en 1953, cuando el estudiante Delfín afinaba sus aprendizajes en la técnica, la beca le es negada.

“Yo consideré que no había suficiente argumento para negarme la beca y dársela a otro, eso hizo que mi amor propio se impusiera y, herido como me sentía, decidí dejar los estudios”. Esta vez la vanidad lo empuja a juntar a un grupo de amigos y a convencerlos de que el arte no estaba en las academias ni en las Escuelas, sino en la creación libre.

Esa libertad tenía un nombre: Tingo María, una población en la selva del Perú. “Mis amigos, que no tenían el temple mío, se dieron cuenta de que allá las condiciones eran adversas y regresaron de uno en uno”. Delfín dice “temple” como si mordiera una soga con los dientes mientras lo pronuncia.

Esa furia contenida en el gesto es la misma con la que el pintor costeño recibiría los largos meses de estadía en la humedad amazónica, trabajando en aserraderos y como agricultor. “He podido capitalizar todas mis experiencias. Aquello vivido, sufrido y gozado es parte también de mi obra”, apunta.

Esto no se nota solo en la diversidad de técnicas con las que trabaja, sino en las temáticas de fondo: hombres y mujeres del cotidiano, representados en la variable cadencia del destino, en sus oficios, en sus contradicciones, como si de un álbum familiar se tratara.

A su regreso, tres años más tarde, la Escuela le abre las puertas: “mi beca estaba nuevamente ahí y las condiciones habían mejorado”.

De su tiempo de estudiante los recuerdos le traen nombres de compañeros que son, hoy por hoy, referentes de la pintura peruana.

“Yo considero que mucha de la gente que asistía en aquel entonces a la Escuela, lo hacía para ocupar su tiempo, aprender a pintar, a modelar materiales.

Pero, principalmente, quienes llegábamos de provincia impregnábamos más fuerza y entrega al trabajo. Fue una generación importante, compartí con estudiantes como Humareda”, dice Delfín. Para 1959 había egresado de la Escuela y, al mismo tiempo, su obra titulada “Homenaje al obrero de la construcción civil” era distinguida con el Premio Nacional de Pintura Víctor Merino.

“Lo primero que pensé hacer con ese dinero fue comprarme un pasaje para Europa, deseaba ir al centro del arte que estudiábamos y que muchos profesores veían como un paso obligado en el camino de un artista”. Sin embargo, la decisión no estaba tomada: Alejandro Gonzales Trujillo, ese mítico maestro de la Escuela, creyendo en el potencial de Delfín le presentaba otro reto: “Quédese en el Perú, busque sus raíces, me dijo, con ese compromiso con el que se asume un reto”.

Buscar las raíces sonaba nuevo y extraño para Delfín, más aún cuando Ricardo Grau, otro de sus maestros, ya le había conseguido una beca en Europa. “Tomé la decisión de quedarme como un riesgo que debía correr, ahora, viéndolo al tiempo, siento que ese riesgo no lo era tanto, pues, si uno regresa la mirada a su tierra, a la cultura de la que proviene, se puede dar cuenta de toda la riqueza que esta engloba, como una forma de advertir que no sólo en Europa está el arte sino en nuestro propio pasado”.

Esa decisión lo lleva a trajinar por distintos lugares del Perú. Puno y Ayacucho, ciudades donde el arte popular tiene una especial fuerza, lo reciben como Director de sus respectivas Escuelas de Bellas Artes.

“En Ayacucho me sentí muy atraído por el trabajo que realizaban los artesanos con los retablos, las figuras, los tejidos… Había una fuerza especial en cada uno de esos trabajos”, indica Delfín.

Esa conexión con los elementos expresivos de la cultura, toma forma en su creación y en 1966 se exhibe por primera vez en Lima el resultado de este aprendizaje: la serie Retablos, compuesta por objetos trabajados en amplias planchas de metal que contenían escenas románticas de paisajes costumbristas.

“Yo hago artefactos, no me interesa que los ubiquen como artesanías, esculturas u obras de vanguardia”, señalará Delfín, ante la inquietud de la crítica. Ese primer intento dejaba ver la intención de un artista que agolpaba su esfuerzo en dotar de un nuevo sentido a los objetos de uso cotidianos. Los retablos, que hasta entonces habían sido representaciones de dimensiones pequeñas, hechas para contener escenas de la vida cultural de los pueblos del ande, eran ahora una suerte de espacios amplios para retratar la fascinación colectiva por el amor, por la angustia, por la vida.

Pero será en 1971cuando esta conexión con el arte popular logra dar un fruto maduro: armado por martillos, punzones duros, temperaturas a las que el metal se derrite, aleaciones y golpes sobre las planchas de cobre, Delfín arriba a una suerte de Bestario personal en el que representa animales con un aura propia de sus universos oníricos.

No fue una casualidad, pues, en 1973, esta serie sería complementada con su colección “Aves de América”, en la que retrataba a una fauna voladora con los pedazos de chatarra que le sobraban al mundo. “La mezcla de materiales y temáticas, sin duda, representaban una crítica fuerte frente al sistema, que era mi forma de expresar el descontento con la injusticia, la tiranía, y, a la vez, de mostrar lo esperanzador del hombre, la voluntad por construir un futuro”, señala el artista.

La escultura de Víctor Delfín acaso destaca por esa fuerza impregnada en las imágenes que logra, y lo que ellas transmiten a los observadores.“No he buscado que mi arte esté lejano a las personas”, dirá, respondiendo a el porqué celebró su cumpleaños número 80 con una exposición en Villa María del Triunfo, uno de los sectores más populosos de Lima.

Esa parece ser una línea que ha llevado a Delfín a mantenerse fiel a principios en los que la justicia y el ser humano priman por sobretodo. Su arte habla de eso: sentimientos universales de hermandad y denuncia frente a los cuales la obra se convierte en testimonio.

Con ese impulso, las esculturas, en pleno uso de la metáfora del vuelo, se dispersan por todos lados. Chile, Brasil, Estados Unidos, Europa… reciben con los brazos abiertos la inventiva de este hombre.

En Ecuador, país al que quiere como a su casa, Delfín deja huellas de su paso: la escultura El Cóndor, ubicada en el parque La Carolina, y Homenaje en Hierro para Tupac Amaru, diseñada especialmente para la Capilla del Hombre.

Esa identificación con las causas sociales lo ha llevado a ser un militante de voces críticas contra toda forma de tiranía.

Quizá una de las intervenciones más recordadas fue su presencia en la Marcha de los Cuatro Suyos, movimiento colectivo que puso fin a los días de Fujimori en el poder. “Yo llegué ahí porque dije “basta” a la mentira, al horror en que se estaba convirtiendo el Perú.

Cuando llegué, la gente me reconoció y enseguida me rodeó, no era político ni buscaba otra cosa que manifestar mi inconformidad”, dice, recordando ese río de personas a las que capitaneaba en contra del régimen. “De los existencialistas aprendí que no basta ser un ser en sí y para sí, sino, también, un ser para los demás. Desde el arte intento que eso quede marcado”,  indica el pintor.

Delfín ha entendido tan profundamente la cercanía del arte con el compromiso social, a tal punto que ha logrado, a través de su arte, abrir espacios para el encuentro de los demás.

Ese ejemplo está claramente representado por el El Beso, monumento escultórico ubicado en el Parque del Amor, que se ha convertido en un atractivo central del distrito de Miraflores. “Se trataba de crear un lugar para el amor, donde los enamorados tengan el respeto que ese sentimiento sublime requiere”, apuntala.

La escultura que retrata a una pareja besándose, no estuvo libre de la crítica mordaz de la capital peruana. “Me decían: ¿qué hacen esos dos cholos ahí, besándose? Es una falta de respeto, es el fin de Delfín… Yo solo los escuchaba, ajeno a esos complejos de la gente”, recuerda el pintor, hablando de las fisonomías de las esculturas, claramente identificadas con la población mestiza y mayoritaria del Perú.

Tras el severo juicio del tiempo, la gente se ha apropiado del espacio y lo ha hecho de tal forma, que los novios cuando han terminado la ceremonia nupcial, llegan desde cualquier lugar de Lima a tomarse una foto con la escultura. Para la buena suerte, dicen. “Me da alegría que la obra haya servido para eso, finalmente, esta fiebre que he sentido desde la infancia me ha llevado a buscar en el arte un recurso para comunicar, un arte que está al servicio de la gente”, acuña como un credo Víctor Delfín.

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