Entrevista
«Siempre quise escribir el evangelio de Magdalena»
Radicada desde hace once años en España —donde alguna vez fue enlistada entre los cien latinos más influyentes de ese país—, María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976) tiene presencia en Ecuador: no solo viaja de vuelta cada cierto tiempo, sino que publica columnas con regularidad en varios medios del país, incluyendo este suplemento, además de sus textos en medios latinoamericanos como Anfibia y Gatopardo. Sobre ella se ha formado la imagen de la periodista que fue a los talleres en los que se esculpió el polémico busto de León Febres-Cordero; o la que le siguió los pasos a Delfín Quishpe, y así. Pero, aunque sabemos que existe, poco se habla de su faceta como narradora de ficción.
Es un tema que le emociona. El año pasado, a los reconocimientos que ha obtenido por sus crónicas, empezaron a sumarse los literarios. Había ganado el primer lugar en el Premio Hijos de Mary Shelley, por su cuento ‘Quién dicen los hombres que soy yo’, en el que había la consigna de crear a un monstruo (así como la autora que inspira el nombre del concurso inventó al monstruo del Doctor Frankenstein). Y ella escogió la historia de María Magdalena y Jesucristo para hablar de los monstruos que se pueden crear por amor. Hace poco, recibió otro premio, Cosecha Eñe, por su cuento ‘Nam’.
‘Nam’ es uno de esos títulos que, aunque contienen una parte central de la narrativa, están ahí para hacernos caer en cuenta, de vez en cuando, que aún no hemos descubierto por qué la historia se llama así. A la autora le gusta eso: mantener el suspense, dejar cosas abiertas y cerrarlas en las últimas líneas, donde, por supuesto, la esperada revelación final será brutal.
No es un cuento sobre el napalm o la guerra de Vietnam, es un paseo por esa etapa al borde de la explosión que es la pubertad, un cruce constante entre los límites que separan a la infancia de la adultez. Para ser coherente, en ‘Nam’, la voz está a medio camino entre el alegre narrador de un cuento de niños y de otro que aún está descubriendo cosas, pero que es mucho menos inocente. Tiene sentido: durante todo el cuento le seguimos la pista a una adolescente que empieza a explorar su sexualidad, pero que al mismo tiempo, es incapaz de aguantarse las ganas de ir al baño.
La protagonista se debate con sus esfínteres un rato después de participar de una pequeña fiesta privada en la que tres jóvenes se tocan y se besan. Y la voz narrativa normaliza ese cambio constante, se siente muy real —talvez demasiado—.
A veces, en lugar de elaborar respuestas con grandes ensayos que citan a Lacan, prefiere confesar con candidez alguna falta de base teórica o hablar de su obra como algo que hace para que le dejen en paz estas voces que le dicen que escriba. Y cuando suelta una de estas revelaciones que son como la contraindicación de cualquier relacionista público, ríe como una niña que ha cometido una travesura, como cuando Pepe Mujica se tapaba la boca luego de decir en televisión que «los de la FIFA son unos viejos hijos de puta». Por eso, la voz que usa en sus relatos, es muy natural en esta autora.
Esta voz no la usas solo en este cuento. Se la siente en algunas de tus columnas.
Cuando me entrevistan sobre mi oficio de cronista, tengo que tener siempre encima de la mesa los aparatos con los que trabajo: la libreta de notas, la grabadora, la cámara... y creo que es la primera vez que yo puedo hablar sin tener ningún tipo de máquina sobre la mesa. Cuando me preguntan cómo hago una crónica, tengo unas respuestas, un discurso elaborado, que tiene que ver con un oficio, que lo tengo como si le pidieras a alguien que te explique cómo se hacen unos zapatos: hay que ir, hay que estar, hay que callarse, esperar, aguantar frío, calor, quedarse la mayor cantidad de tiempo posible, etcétera. A pesar de que escribo desde muy niña, no sé por qué no me he dado a conocer como escritora de ficción. Habrá mil razones, pero se me hace como inasible hablar de esto, no tengo una pedagogía. Y entonces creo que siempre es la misma voz.
No sé cómo se hacen varias voces. No sé, estoy pensando en Umberto Eco, que puede meter una cosa histórica desde un punto de vista filosófico y después hacerte unas aventuras… Yo no sé cómo se hace eso. Seguramente lo estudié en algún momento de la carrera... Me siento y no sé, sinceramente, qué pasa, empiezo a contar como si te estuviera contando a ti.
Otras cosas convergen en la voz que usas en tus cuentos y tus columnas: todo es muy emocional y también es muy fuerte en ti el feminismo, el girl power...
Sí, eso sí.
... y no sé si eso te coloca en una posición en la que hablas —no te digo como víctima— pero sí con esta voz entre infantil e intensa, entre frágil y enérgica…
Es interesante… Más de la mitad de la vida me he reconocido como feminista. Siempre hubo en mí preguntas como por qué me tienen que poner de modelos a estos personajes huecos o domésticos. En ‘Quién dicen los hombres que soy yo’ sí hay algo de víctima, un poco, en una primera mirada; pero, en realidad, creo que lo intenté…, o la forma en que quise que creciera el personaje tenía que ver con el poder, uno distinto, de las mujeres. Eso subyace en lo que escribo. Las mujeres tienen un poder distinto a lo que se ha concebido siempre como poder, fuerza o armas. En ese cuento, Magdalena tiene unas armas distintas que la hacen poderosa de una manera distinta también. Ese era el campo que yo quería investigar. Y me gusta poder hablar de las posibilidades que tenemos las mujeres —digamos— desde otro punto de vista, quizás no como doctrina feminista, no es que quiero hacer algún tipo de…
¿Activismo?
No. Bueno, el activismo está tan encarnado en mi vida..., yo sé que escribo con todo lo que soy, mis miedos, mis conflictos no resueltos, todas mis etapas y mis obsesiones. Una de mis grandes obsesiones es el tema de la mujer. Y eso va a salir. No es que me siento con la idea de escribir un cuento feminista porque sería una porquería.
‘Quién dicen los hombres que soy yo’ tiene algo de humanizar lo divino, o desdivinizar lo religioso, como hace Saramago en El evangelio según Jesucristo. Y es interesante que esté escrito en segunda persona. Es de una onda muy de «levántate, Lázaro». ¿Lo escribiste así por eso?
Desde siempre supe que tenía que tener un tono como de parábola. Las lecciones cristianas siempre están dirigidas a un tú, como una cosa de enseñanza. Pretendía que tuviera unas resonancias talvez bíblicas. Y había algo del tono también, porque no suena igual «ella» que «tú». Ella era lo más importante de todo, y si lo contaba como omnisciente o desde el yo, el lector iba a dirigir su mirada a donde yo no quería que la dirigiera. Quería que fuera como si la estuviera señalando, que se sintiera pegado a la figura de esta mujer, sin posibilidad de mirar nada más..., y era la historia de ella desde pequeña, una que no nos han contado, y casi te diría que es como una carta de amor. Talvez ahí también está la necesidad del «tú», del «te entiendo y quiero que la gente sepa la verdadera historia.
Ese cuento fue, como ‘Nam’, premiado por un jurado que presidía Fernando Marías. Dices que poco se habla contigo de ficción, pero ¿qué te dijo Marías sobre tu texto?
A Fernando y al resto del jurado les gustó mucho el cuento, porque la consigna era además crear un monstruo, porque el premio celebra a Mary Shelley, la creadora de Frankenstein. Y para mí hay un gran monstruo que creamos con la fe y con el amor. Mal usado, puede ser terrible. Quería juntar esas dos cosas: la fe cristiana y el amor de una persona por alguien en concreto a quien puede convertir en la cosa más fantástica del mundo, pero al mismo tiempo, también puede convertir en un monstruo. La frase «he creado un monstruo», que le sonará a muchos padres o a muchas esposas o esposos, es muy real. Y también, cuando tienes un monstruo sediento de sangre, como ciertos dioses en los que cree cierta gente, que te mandan a hacer la guerra santa y todo esto, pues, es complicado que una cosa en la que depositas tu inocencia (que es de lo que hablabas al principio) se vuelva, de repente, tan gigante, y tú lo has permitido. Entonces me llamaba mucho la atención esa completa devoción del creador de monstruos por otra persona, y eso es algo que tiene mucho que ver con la religión.
¿No temes que la gente pueda confundir al monstruo de tu cuento?
Sí, pero si lo lees con atención, ella simplemente lo que quería era complacer a ese hombre del que estaba enamorada, usando un poder enorme que tenía. Ella era poderosísima, ella pudo haber sido la enviada del Señor y la hija de Dios…
Me van a excomulgar.
¿Escribiste el cuento para cumplir la consigna o ya lo tenías y te servía?
Siempre quise escribir algo como el evangelio de Magdalena… Dios mío, es una figura tan fuerte, pero tan fuerte porque es puta. Pero luego sabemos que es un personaje que se autoanula para andar arrastrada de los pies de este hombre del que seguro se enamora, no hay otra explicación. En el Nuevo Testamento hay mucho la palabra «amor», hay una fusión de devoción y de amor, del amor que se siente por alguien, por alguien del sexo opuesto, si es que te gusta el sexo opuesto. He fantaseado mucho con ella, de dónde salió, por qué la ningunearon tanto… Por qué no fue apóstol, por qué mierda siendo tan importante solo representa un personaje cliché que es la puta y nada más. No es una persona redonda... Entonces, me fascinaba poder entrar en esa mujer completa y también estaba obsesionada en ese momento por las cosas que hacemos y dejamos de hacer por amor y los sacrificios y las cosas que le decimos a nuestra pareja: tú tienes razón, tú eres eso... Todo lo que creemos y hacemos creer al otro que es. Qué cosa más potente hacer creer a tu pareja que es dios, con tus herramientas, con tu poder.
Es un poco eso, como estar prisionera de tu propio deseo de que el otro esté feliz, te quiera y nada más, y a pesar de todo, de ti misma, pfff, o sea, esa es una cosa a la que nos enfrentamos a diario y es bien violenta, aunque sea tan desapercibida como el aire, vas dejando ser y al mismo tiempo vas haciendo crecer la imagen falsa, egocéntrica, endiosada de otro.
¿Y de dónde surge ‘Nam’?
Hay una mínima parte que es biográfica, pero no mucho. Sí que había una chica de padre norteamericano y madre ecuatoriana, y sí hubo este episodio en el que yo quería ir al baño de su casa y ella me dijo que no. No me dejó entrar. Y episodios como este te dejan pensando —no sabes por qué— en cosas como las puertas por las que no te dejan entrar…
Es tan raro que cualquiera sospecha...
Un poco, ser escritor es entrar por las puertas por las que no te han dejado, no pudiste o alguna vez entreviste abiertas y se quedaron ahí, tanto para obsesiones profundísimas como para curiosidades infantiles como esta: por qué no puedo ir al baño, qué hay en ese cuarto. En mi casa tú podías ir al baño… Sé que es un cuento muy violento y que hay como cosas duras, pero surgió de una puerta por la que no me dejaron entrar.
Tienes un interés especial por construir el suspenso. En un texto para CartóNPiedra, sobre el terremoto del 16 de abril, nos decías varias veces que tenías algo que pedir de rodillas, pero no nos enterábamos hasta el final de qué era. En uno de Delfín Quishpe, él te dice que lo habían amenazado por su canción de las Torres Gemelas, pero que no tenía miedo: «Yo llamo a mis amigos y le dan un bañito». La siguiente línea es tuya: «Un bañito». Es como si saborearas un rato la palabra mientras le echas luz para darnos más ganas de saber qué es antes de que nos lo expliques.
Sí, hago eso.
He llegado a pensar que es porque de niña no me ‘paraban mucha bola’, entonces yo tenía que magnificar mi capacidad de contar historias. Mi papá trabajaba, mi mamá jugaba naipes, ellos estaban en lo suyo. Siempre he sido un poco así con las cosas que cuento: wait for it. Mis amigos me reclaman porque a veces me preguntan dónde compré una camiseta, y yo empiezo a contar hasta que pasa esto: «¡Ah! pero hay un twist aquí».
He pensado mucho en esto, y creo que es por estar en busca de atención.
Pero eso deriva en toda una estructura narrativa. ¿Dirías que te hiciste escritora porque no te ‘paraban mucha bola’?
Desarrollé el suspense porque no me paraban bola. Creo que hay una cosa en mi forma de contar. Mis padres también son personas muy buenas en las anécdotas, no son nada aburridos. Mi papá contaba las cosas de una forma maravillosamente divertida, y en la familia de mi mamá, que es de Machala, hay una tradición oral demencial: hay surrealismo, brujos y gente que se dedicaba a la cartomancia, pobreza, hermanos ricos, pobres, gente que te quita la plata, y eso hay que contarlo muy bien. Creo que la gran herencia que tengo es esa. Supongo que es un tema de la oralidad: de parar, ir soltando... Me gustan las sorpresas, que las cosas se vayan preparando poco a poco, que no te lo esperes, dar pistas falsas, como en un cuento que aún no he publicado.
¿Qué quieres hacer con tus historias?
Quien lee lo que yo escribo se da cuenta de que no tengo esto de que «soy lo máximo, cité a Lacán», ni busco la perfección lingüística en plan Thomas Mann o crear toda una poética en cuanto a la belleza, la muerte o esas cosas trascendentales de la vida... Sé a esta edad cuáles son mis limitaciones, es posible que nunca escriba La muerte en Venecia, pero escribo para sacarme estas voces de la cabeza que me dicen que lo haga.
Vivo de la escritura. No tendría que escribir ficción, que no da plata, ni da nada más que tortura, porque son 200 millones de horas de angustia de pensar cómo decir esto, lo otro, borrar (es lo que más haces) y pensar que estás desperdiciando el tiempo. ‘Nam’ tiene doce páginas. Calcula cuántas horas son... Me gusta el trabajo periodístico y me encanta el trabajo de articulista. La parte de la ficción es superdolorosa, nada lúdica, salvo cuando crees que te está saliendo bien. Y al día siguiente vuelves a leer... y no.
‘Quién dicen los hombres que soy yo’ es un cuento que adoro, que si tiene cabos sueltos, no me importa. Les tengo mucho cariño a esos personajes, estoy muy contenta de que existan. Con ‘Nam’ es distinto. Cuando recibí el mail de Luis G. Martin, que es el director de Eñe [diciéndome que había ganado], no sabía cuál era, porque se podía mandar más de uno, yo mandé varios y no tenía un caballo ganador. Y entonces le pregunté con cuál…
Todavía tengo la idea de que esto que ocurre es magia. Insisto —y supongo que lo haré siempre— en comparar mis dos oficios: yo sé más o menos cuándo una crónica va a ser magnífica y cuándo, talvez, no tanto, pero sé que voy a poder transmitir que está ahí lo que viví, vi y que entrevisté a la gente. Puede que haya tenido más inspiración para unas frases que para otras, pero, una vez que se cumplen ciertos objetivos, lo sabes. Al escribir ficción, no. Es tortuoso, porque no estás sostenido de nada, no tienes un solo patrón como las modistas, ni un solo maniquí en el que sostener todas estas ropas, y entonces, yo sigo siendo absolutamente insegura de mi trabajo de ficción. Absolutamente.
Esa inseguridad es positiva, una lee las entrevistas a los escritores y piensa «ah, pff, qué tonteras que estos manes dicen», hablan hasta el cansancio de superarte a ti mismo, de la página en blanco... Uno dice: «Loco, háblame en serio, y no me vengas con todas estas cosas del manual del escritor». Pero sí hay una cosa que es verdad, que estoy segura de que alguna vez se la leí a alguien: cada vez que te enfrentas a un nuevo cuento, a una nueva novela (que eso ya es como un delirio), estás en pañales, eres el mismo idiota que eras hace años. El mismo. No es como en otros oficios, que se te hace callo. A Paco de Lucía tú no le ibas a decir: «¿Estás nervioso porque vas a tocar el ‘Concierto de Aranjuez’?». Es un oficio, una cosa que puedes practicar. Acá no. Es tan raro que todo concuerde en una historia que no exista, y que otro te la crea. Es una locura, si te pones a pensar.
Y eso es solo desde el punto de vista de que la historia sea verosímil, la belleza del lenguaje es aparte.
Te voy a contar una mentira, tú me la vas a creer y te vas a emocionar, te va a dar asco, te va a poner cachondo, te va a crear ganas de ser detective. Todo eso por una cosa que te he dicho, que es pacto tácito entre nosotros, y que yo me lo he creado desde la maldita nada, es increíble. Me resulta increíble cuando yo leo: hay una persona que está detrás de esto y me sigue pareciendo verosímil. Cuando leo historias que me gustan mucho, o frases, hay un ser humano que creó una palabra tras otra, que es lo que hacemos todos los días. Me parece que es medio oficio, medio magia. Pienso que nunca me voy a terminar de creer del todo, nunca. La verdad es que es bastante mágico encontrarse con los lectores de esto, porque es una cosa que salió de ti.
Junto a Luis Eduardo Aute o Rosa Montero fue publicado el cuento 'Nam' de María Fernanda Ampuero.