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Ecuador, 23 de Diciembre de 2024
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¿Qué leen nuestros hijos? Delirio en la Mitad del Mundo

‘Revenge of the Goldfish’, de Sandy Skoglund.
‘Revenge of the Goldfish’, de Sandy Skoglund.
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Hace 3 años, los alumnos de cuarto curso de un colegio de Quito estaban leyendo Delirio, la novela de la colombiana Laura Restrepo, premio Alfaguara 2004 y uno de los más merecidos de cuantos ha situado el grupo Prisa con el galardón. En Delirio hay un país golpeado sobre llagas que la sociedad lame con mentiras. Su prosa magistral me recordó el elogio que hiciera Gabriela Mistral de Jardín, novela lírica de Dulce María Loynaz, al referirse a ella “como el mejor repaso del idioma español que había hecho en mucho tiempo”. Delirio podría no ir a los asuntos, no ser más que un hatajo de reflexiones y recuerdos acrónicos, alterados o desordenados —que no es—, porque la escritura de Laura Restrepo constituye, por mucho, el premio que el lector recibe al legitimar la urdimbre de esta historia en la factura de su acervo.

Se estaba trabajando en aquel colegio con un plan de lecturas que jugaba con estilos y épocas, a fin de acertar con todos en algo. Delirio había sacado de los estereotipos a Colombia, y los que la leían —siempre están los que nos recuerdan lo utópicos que son los aciertos masivos— daban cuenta de su entusiasmo. Hasta hubo avistamientos de lectores en los recreos.

Llegó un correo de una madre alarmada por la cantidad de escenas censurables, que pedía —en un imperativo maternal— la suspensión de la obra. Fueron respondidos ese y otros correos que llegaron, argumentando que la literatura hoy en día no es un peligro del que deban proteger a sus hijos; que en una obra literaria todo está escrito en contexto y el lector tiene a mano elementos para comprender y evaluar el impacto de cada suceso en conjunto, porque no se trata de un juego de azar. El texto literario —se les dijo— es una construcción capaz de desestabilizar, de ocasionar desasosiego, pero capaz también de tender asideros para afrontar las dudas. Los padres, por su parte, insistían en que era un libro con obscenidades —subrayadas—, y que ellos estaban ahí para velar por la formación moral y emocional de sus hijos. En otras palabras, tenían la obligación de decidir qué sí y qué no.

Hay cuestiones fundamentales en torno al peligro del libro, que nos acercan al panorama de otros tiempos no porque estemos en mitad de algo, sino por lo complejo que resulta empujar por la historia tanto andamiaje, suministrando pautas y oportunidades que traspasen las primeras capas y acarreen algún beneficio en lo que nos define: la cultura y la educación. La subversividad del libro se fundamenta en premisas religiosas y políticas, desde que en el siglo III a.n.e. fueran juzgados como atentatorios del statu quo, y se atizara con ellos el fuego de la dinastía Quin (221-206), en China. Los libros fueron temidos, sepultados y condenados al ocultamiento o públicamente quemados para el escarnio colectivo en autos de fe, en tiempos de un analfabetismo inclusivo. Y fueron —y seguirán siéndolo— prohibidos en entornos de terrorismo de Estado y sus aledaños. La subversividad que pervive hoy en día combina presupuestos de todo tipo. Tiene de política y de religión lo que los padres consideren contrario a sus esquemas de valores y a sus ideas a ambos respectos; y tiene un componente propio del analfabetismo que rebasa la condición del analfabeto, y que es proporcional al desconocimiento y a las confusiones que deriva, aunque contemos con un marco de referentes y recursos epistémicos para afrontarlo. En su esencia están activas las pulsiones de la naturaleza del fenómeno: la inconsciencia es consustancial a la ignorancia. Lo dijo en plena trama del amor contrariado Fina García Marruz: “No sabe que está sola/ ese ignorar la guarda”. La ignorancia nos aligera los hombros, la garganta de nudos y de anclas como un ancho canal para el aire. Nos proporciona la contentura de lo simple, algunas certidumbres para sostener la idea de “completud” que la vida procura en su fuero de meta; o nos abre los ojos hacia un horror irrefutable.

Un padre —o una madre— pueden desatender eventos cruciales en la vida de sus hijos, bien porque el tiempo apremia o porque los asuntos transitan por zonas de un “lejos” generacional que los hace invisibles, como es el caso de las nuevas tecnologías y sus accesos, inimaginables para el más imaginativo de los adultos nacidos antes de los ochenta, pues concebimos los procesos en un orden que prescinde de las claves de ahora, de este foro de la invención cuyo paso ostensible nos deja, porque nacimos en épocas en los que las cartas llegaban desde la guerra cuando su remitente había muerto; y como la muerte viaja rauda en cualquier tiempo, asistíamos enlutados a la esperanza de un cuerpo atrapado en el instante de esa escritura, bajo ropas mojadas aún, de la mano de un lápiz entumecido por el frío. Hoy, la tecnología echa a andar sus mecanismos con nosotros dentro, sin sabernos perdidos. Nos llegan sus sones digitales, pero pasan de largo. Nuestros hijos, por su parte, son partícipes de una experiencia que desconocemos, y acaso desconoceremos para siempre, pues no llegaremos a atestiguarla. Sin embargo, lo que los padres creen poder controlar, sigue bajo ese prisma subjetivo cuyas intenciones serán indiscutibles, pero cuyos medios u objetos en rigor soportan el balance. Y el libro está entre eso.

Cuando las personas se asumen lectoras, poco importa que lean o no. No podemos objetarlo ni porque lleven adelante una cruzada para censurar lo que sus hijos leen. Pero queda la duda, por el modo de concebir el hecho literario, de que sean lectores de Literatura, de ficción, de formas más auténticas de esa expresión que cuesta categorizar en un momento en el que todo parece tener el mismo valor: la alta literatura, el best seller prefabricado y la autoayuda. El comportamiento lector en nuestro país repite equívocos que delatan la clase de formación lectora de sus interventores.

El libro es más peligroso en tanto más lejos esté. Se teme, porque se desconoce su cualidad como portador de significados, atmósferas, situaciones que fuera de su ámbito carecen de sentido. Abrir la página de un libro al azar, encontrar una escena, escandalizarse con ella y lanzarlo al fuego son acciones que lo equiparan a construcciones explícitamente pensadas para la movilización de emociones fuera de contexto, como la pornografía. Y los criterios con los que pretendamos justificar, sustentar o imponer la validez de nuestra oposición, en esos casos, están tan desguarnecidos como aquellos que nos permiten suponer que los chicos navegan en un mar apacible por la web, haciendo sus tareas, cuando muy probablemente estén administrando los primeros aprendizajes de orden sexual ahí, con los montos correspondientes de extravío que llevarán a sus experiencias. Y a ello se suman contravenciones como la violencia en todas sus formas, y la destitución humana en todas las suyas.

¡Si los padres supieran que la Literatura permite acceder al complejo sistema del que forman parte el erotismo, la sensualidad, el lirismo, la fe, la filosofía, la pasión, la psiquis y todo lo que no soportan los otros formatos, con enorme cercanía a la fuente primera, al agua de verdad! No solo no la censurarían, sino que serían capaces —al abordar el hecho literario— de deponer algunos infalibles acerca de la verdad, las convicciones, la moral, el conocimiento, etc.

Con Delirio las cosas terminaron así. Se autorizó, por cansancio, que los hijos de los padres que no deseaban que sus hijos leyeran la obra no la leyesen, tras una reunión de 3 horas en la que la insistencia acerca del mal ejemplo que podía ser la descontextualización pudo empezar a dar frutos cuando los padres tuvieron que responder si serían capaces de autorizar que sus hijos leyeran una historia en la que un niño decide ser mordido por una serpiente, porque quiere morir.

Un padre abrió los ojos y puso sobre la mesa el “no” más rotundo de esa mañana. Entonces sobre ese “no”, pusimos al Principito, tan conocido por todos, afortunadamente, que ninguno se atrevería a censurarlo.

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