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Ecuador, 23 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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Primera Línea

Mandíbula: ¿Tú acaso sabes cuánta ternura puede caber en un golpe?

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Las mujeres no se hacen a sí mismas, pensó, a las mujeres las hacen sus hijas y sus madres.
Mandíbula, Mónica Ojeda

Si vemos las fechas sabremos que Mónica Ojeda tiene 30 años transitando por esta tierra que usted y yo compartimos, pero lo que nadie sabe es cuántos milenios lleva visitando ese otro mundo —llámelo infra, llámelo sub, llámelo supra— donde dioses despiadados —blancos como el miedo, como un tiburón, como una página— caminan sobre nosotros, seres minúsculos que se mueven de la misma forma que las hormigas y son igual de indistinguibles, y los pisotean. Quién sabe, digo, cuántas centurias lleva Mónica Ojeda con el libro de los muertos bajo su almohada. Alguien que escribe así no puede tener solo 30 años.

Mandíbula es la tercera novela de Ojeda (después de La desfiguración Silva y la brutal Nefando) y la prueba ya irrefutable de su maestría para contar historias tejidas con baba, sangre menstrual, pesadillas y rosarios de dientes de leche. La narrativa de Mónica Ojeda cruje como cruje estar asustado, como una mandíbula que mastica, como un hueso humano roído por una muela humana. A Clara, una de las protagonistas de la novela, la madre le lanza esta frase: «Las niñas que imaginan demasiado terminan enfermas de la mente» y eso es justo lo que es este libro: una enfermedad mental. Una contagiosa enfermedad mental. La imaginación que de tan viva es despiadada.  

La historia, para resumirla mucho y mal, va de un grupo de amigas adolescentes en un colegio del Opus Dei —el Colegio Bilingüe Delta, High School for Girls— que descubren un edificio abandonado. Una de estas niñas bien —ja, ja, ja, ja— está obsesionada con las creepypastas, ya saben, las leyendas de miedo que alimenta ese otro monstruo llamado internet y quiere experimentar el terror hasta sus más brutales consecuencias. Una nueva profesora de literatura llega a trabajar a ese colegio después de haber vivido un secuestro perversísimo con otras alumnas de otro colegio. Ahora sumen todos esos elementos.

No hay ningún miedo en contar de qué se trata Mandíbula porque Mandíbula es inespoileable. Los sucesos son apenas el comienzo de una ceremonia negra con el lenguaje en el que Mónica Ojeda invoca fuerzas que es probable que ni ella sepa de lo que son capaces. Mónica es poeta y deja que se note. La mente de las adolescentes, esa edad en la que la bisagra de lo que fuimos y lo que seremos brilla como un puñal («pienso y siento cosas que no pensaba ni sentía cuando era niña, cosas malas y sucias, cosas que podrían lastimar a otros») necesita ser explicada desde frases suturadas con cordón umbilical, sumergidas en líquido amniótico, paridas por palabras madres que serán comidas por sus hijitas palabras.

Mandíbula habla de turbios rituales y es, en sí misma, un turbio ritual, una larga noche de cocodrilo después de la que probablemente alguien no amanecerá vivo, una ceremonia de iniciación sin límites, grotesca, humillante, religiosa. Es, también, una historia de amor maligna, como terminan siendo casi todas.

No deberíamos hacer cosas tan peligrosas, dijo Natalia al ver a Fernanda con los pies colgando en el aire, sentada al filo de la ventana, tarareando megustanlosavionesme-gustastú, con su falda abriéndose como un pétalo poco antes de secarse. No se hagan las que no saben que esto les gusta, dijo Annelisse una tarde en la que Analía se asustó mucho porque Fernanda se desmayó durante el juego del estrangulamiento. Sólo si es peligroso tiene sentido, les dijo. Sólo si es peligroso es divertido.

La novela de Mónica Ojeda también es un canto de amor perverso a la relación madre-hija, amiga-amiga, maestra-alumna, mujer-mujer. Tiene la violencia, la solidaridad y la escatología de un baño de mujeres («ella fue la primera en lamer un poco de la menstruación de Annelisse»). Los personajes masculinos de Mandíbula son absolutamente idiotas, ridículos, poquita cosa, chicos y hombres incapaces de entrar o entender la alucinada inteligencia —la locura— de los personajes femeninos. Lo lésbico del libro —también pérfido, también animal— es casi una obligación. Además, ¿no hemos todas amado hasta con la vulva a esa amiga a la que llamamos hermana? ¿No hemos sido todas un poco incestuosas con nuestra mejor amiga? ¿No la hemos idolatrado al punto de desear comérnosla?

¿Quieres ser mi hermana?, le preguntó cuando tenían ocho años y dormían abrazadas debajo de la cama. Sí, quiero ser tu hermana. Los adultos tampoco sabían que, cuando iban a la iglesia Annelisse, y ella jugaban al culto del Dios blanco, dios-madre-de-útero-deambulante, y se acariciaban con disimulo las rodillas. Eres mi hermanita, mi ñañita, mi igual.

Increíblemente imbricada en la tradición del terror desde Poe o Lovecraft hasta King o las creepypastas, Mandíbula es una puerta a otra dimensión donde somos lo que somos, pero un poco más, donde lo que en verdad da miedo es una misma y de lo que somos capaces cuando, como canta Queen en ‘Under Pressure’, estamos bajo presión.

It’s the terror of knowing
what the world is about
watching some good friends
screaming ‘Let me out’».

Let me out. (I)

Portada de Mandíbula. Editorial Candaya

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