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El Telégrafo

Un ‘código de ética’ para la partidocracia

Un ‘código de ética’ para la partidocracia
06 de agosto de 2012 - 00:00

Las  “malas costumbres” políticas toman tiempo para ser desterradas. Son parte de un proceso cultural, dirán los sociólogos y analistas. Solo se frenan con leyes y normas claras y duras, explicarán los abogados y los puntillosos juristas. Y los moralistas apelarán a toda clase de catecismos y hasta de fundamentalismos.

Lo cierto es que en esos análisis (políticos, jurídicos y moralistas) a los que nos han sometido las “inteligencias” mediáticas no hay una sola mención al libreto que la llamada partidocracia ha usado desde el “retorno a la democracia”. Para eso no hace falta que estén los viejos caudillos: los nuevos, esos que usan ropa impecable y hasta citas de libros de autoayuda, están acomodados a ese libreto y lo reproducen como músicos de orquesta sinfónica (nadie se equivoca porque sintoniza la esencia de la partitura con su instrumento personal).

Son ellos los “vividores” del sistema democrático cargado de formalismos y pocos sentidos profundos. Para ellos la democracia representativa es la que cuenta porque la otra (la participativa, de la que se han generado varios procesos reales) no les ha dado el lugar que quieren ni los resultados económicos que añoran. Esa democracia representativa es la que ahora está en juego, según ellos, y por eso hacen falta firmas, de cualquier modo y a cualquier precio.

Tal como ya lo hicieron en su momento León Febres-Cordero, Abadalá Bucaram y Álvaro Noboa, quieren edificar el sustantivo fraude como el adjetivo más elegante para atacar al Gobierno de turno, a través del Consejo Nacional Electoral. 

Ellos, los ocho partidos que se declararon ajenos a toda responsabilidad en la consecusión de firmas de modo ilegal, endilgan toda responsabilidad a ese otro (el CNE), que  fue quien desató la polémica y reveló la vergüenza de la que hacían parte.

¿Hasta ese momento los Fabricio Correa, Álvaro Noboa, Lourdes Tibán, César Montúfar y Mauricio Rodas permanecían callados, esperando que  pasaran de agache, que nadie se enterara y llegar a las elecciones con “militantes” falsetas, comprados, falsificados y hasta usurpados?

Son ellos, los mismos que hablan de hacer política con ética, quienes han usado los nombres y firmas de miles de personas para llenar fichas a través de empresas “proveedoras” de militantes. ¿A eso se llama dignificar la política? ¿Fabricio Correa puede hablar de  ética, cuando tuvo y lucró de contratos con el Estado sabiendo que su hermano lo presidía? ¿Cuántas empresas de papel financistas hay detrás de los grupos políticos que abogan por la eticidad de la política? ¿Cuántas veces se le ha requerido (y no responde) a Mauricio Rodas que explique de dónde salen los fondos que financian sus movilizaciones, uniformes,  autos, si apenas hace un año era un analista que vivía en México y ganaba un sueldo que no le daba ni para comprar una casa a 25 años plazo?

Y son todos ellos los que hablan de ética y de un Gobierno responsable, “técnico”, sin pasiones y con base en la matemática, en la economía y en la estadística. Incluso Fabricio Correa hace política comparando la acción de una organización con la de un equipo de fútbol y es motivo de alegría de quienes lo entrevistan como si sus chistes fuesen el alimento de un debate filosófico e ideológico.

En la práctica, todos ellos, incluido -desde hacer rato- Álvaro Noboa, contribuyen a desprestigiar a la democracia, a la pérdida de interés ciudadano en los asuntos públicos, porque para ellos solo hay un objetivo: servirse de lo público.
Si lo que más queremos todos (lo dicen las izquierdas plurinacionales que ahora en boca del MPD recuperan las banderas de las libertades “liberales”) es la ciudadanización de la política y la politización de la ciudadanía. Pero no: con lo que hicieron, al contratar empresas para recoger militantes, volvieron descaradamente a su razón de ser: la mercantilización de la política, como ocurría con la partidocracia, cuando colocaba a empresarios y líderes de las cámaras en los ministerios o hacía campañas millonarias con financiamiento bancario, para luego pasar factura en las políticas económicas y “sociales”, desde 1979.

Lo de fondo, lo que “espiritualmente” les une ahora a izquierdas plurinacionales y derechas mercantilistas es forjar el fraude como bandera para deslegitimar el triunfo político que ellos verifican en las encuestas y en los sondeos que compran.

Ellos saben, lo han dicho en público y en privado, que es muy difícil ganarle a Rafael Correa, porque en más de cinco años ha sostenido una popularidad elevada, la más alta de América, que se ha ganado con muchas acciones y obras, por su carácter y liderazgo, pero también gracias a que la oposición  es lo más mediocre o, como dijo en su momento alguien, porque “está seca de ideas y es mejor que se jubile”.

Y como es difícil ganarle, han preparado el terreno para desligitimar su posible triunfo y así, si obtienen una mayoría en la Asamblea, replicar lo que hizo Federico Franco en Paraguay. Un libreto, por cierto, que ni es criollo ni tampoco se le puede haber ocurrido solo a la oposición local. Hay muchas conexiones  con lo que hacen ahora muchos “buenos liberales” en Venezuela, Bolivia, Argentina y Brasil.

La democracia que hemos vivido estos últimos años (a base de consultas, participación, presencia y debate duro y tenso) no se va a manchar y menos eclipsar por esa vieja y mercantil práctica de la partidocracia, ahora aparentemente renovada en las caras y gestos de “jóvenes” políticos. Esa democracia necesita más profundización y mayor participación ciudadana, es cierto.

Demanda también mejor formación política en cada organización social. Tiene el compromiso de generar liderazgos locales fuertes y sometidos a sus comunidades con ética y responsabilidad. Y también necesita mejor comunicación social, más medios públicos críticos y privados éticos para combatir la guerra de los mercantiles que no da tregua porque sienten que si no ganan sus aliados (a los que tienen en páginas y sets a diario) sus cuentas irán en declive mucho más de lo que ya vivieron desde el 2007.

El “caso de las firmas”, como todo fenómeno político, decanta y revela a sus actores. Ha dejado abierta esa puerta a través de la que justifican acciones mercantiles para procesos económicos liberales con  viejas prácticas. Es motivo, entonces, de una denuncia pública y un castigo democrático ejemplarizador.

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