Lavacarros no gastan en la materia prima: el agua
Un enorme tanque de agua, unos cuantos baldes, varias pomas vacías, algunas franelas o trozos de viejas camisetas y algo de detergente son las herramientas de trabajo de los lavacarros que ocupan la acera de las calles Los Ríos y Cuenca, al sur de la ciudad.
A lo largo de la calzada, una decena de jóvenes y uno que otro hombre entrado en edad se mantienen expectantes ante cualquier vehículo que busque sus servicios.
Uno de los chicos -que difícilmente alcanza la mayoría de edad- hace de vigía en la esquina. Observa detenidamente y cuando tiene a la vista algún vehículo al que le hace falta “un baño urgente”, pone su franela en alto, la agita y vocea su servicio.
“¡A tres ‘dólar’ la lavada y aspirada!”, dice con tanta fuerza que levanta la mirada de varios niños que juegan en el parque infantil ubicado al frente. Es que la competencia es tenaz y “desleal”, aquí no hay amigos.
En la vía pública hay entre cuatro y cinco estaciones de trabajo, las cuales se arman y desarman diariamente. Cuando logran atraer a un cliente, lo atienden “como rey”.
“Venga, siéntese, aquí al lado tenemos una despensa por si se quiere tomar algo mientras espera”, dice una mujer cuarentona al dueño de un Aveo blanco que se decanta por el lugar. La señora dirige el negocio y es la encargada de “coger la plata”.
La sala de espera no es nada parecido a lo que esperaría un monarca. Básicamente es la pared de una casa donde están alineados los restos de lo que alguna vez fueron sillas plásticas, de las que ahora solo quedan las posaderas, ya que los espaldares hace tiempo se rompieron.
Una vez que el cliente se pone a buen recaudo empieza el proceso de limpieza. Los lavadores han desarrollado una técnica que les permite maximizar el área de cobertura y minimizar la cantidad de agua. Son ecológicos, hablando en el argot de estos días.
Así, uno de los chicos que tiene los ojos sospechosamente abiertos y que no deja de mirar de un lado para el otro como si esperara que en cualquier momento ocurriera algo, empieza el trabajo.
Mete dos pomas de galón en el tanque lleno de agua que parece más sucia que el mismo carro que va a lavar y con un movimiento rápido y repetitivo comienza a empaparlo. Luego saca una franela aún más negra y restriega.
Le toma menos de dos minutos dejar el coche chorreando agua negra. Mientras espera, el dueño del vehículo y su acompañante discuten la rentabilidad de ese trabajo. “Oye, pero tres dólares por lavada y aspirada no es negocio”, dice el copiloto.
El conductor, que ya conoce cómo trabajan en el sitio, lo contradice.
“Vas a ver que sí es negocio, espérate”. Pasa un rato hasta que el lavacarros tiene el automotor completamente cubierto con una espuma color tierra. Entonces se le acaba el agua del tanque.
“Ahora vas a ver por qué sí les deja plata”, dice el propietario del carro, llamando la atención de su amigo. En ese momento el muchacho toma dos baldes, camina hasta la esquina, mira a un lado, mira al otro y tras constatar que no hay “moros en la costa”, levanta la tapa de una alcantarilla, mete los baldes y los saca repletos de agua limpia. Camina de regreso a su tanque y lo rellena.
“Ese es el motivo, ellos no gastan en agua, han dañado un tubo y roban de la alcantarilla”, dice en voz baja.
Lo mismo hacen los otros cuatro lavacarros de la cuadra. Una y otra vez se ve cómo llevan sus baldes a sacar el fluido del hueco. Cuando la cantidad de clientes es alta ni siquiera se toman la molestia de cerrar la alcantarilla nuevamente, ya que la dejan abierta a vista y paciencia de todos.
Al chico de ojos abiertos no le toma más de diez minutos terminar su trabajo. “Listo, maestro, ya quedó limpio”, le dice al cliente.
Luego de una inspección visual y de encontrar más de una zona aún sucia, él se da por bien servido. “No puedes pedir mucho más por tres latas”, dice mientras sube a su carro y se marcha. (I)