Por primera vez en 95 años el Mercado Central cierra sus puertas
Son las 10:00 y Amalia Záccida espera un milagro para conseguir $ 16, jornal que ganó -durante 4 meses- como ayudante en la venta de encebollado. Ella es una de las decenas de personas que se quedaron sin trabajo como efecto colateral de la reubicación de 306 comerciantes del Mercado Central de Guayaquil, que entró en renovación el lunes pasado.
La mujer recoge sus cabellos ondulados y medioteñidos, mira angustiada a las decenas de transeúntes que van y vienen. Respira y ofrece su fuerza laboral a dueños de otros locales sin éxito alguno.
Entonces, Amalia se dispone a cargar fundas, cartones y hasta sacos repletos de víveres, a cambio de la “voluntad” de los atendidos.
Los guardias de seguridad privada del lugar piden a la mujer que no obstruya el paso de los compradores.
Amalia, quien vive en Puente Lucía, en el extremo norte del cantón Guayaquil, se aleja y mira a su antiguo empleador, quien ahora no tiene un local sino una mesa de madera de un metro y una silla plástica para vender el tradicional plato porteño.
El reloj marca las 10:30, el griterío se apodera de los tres lotes de parqueo, ubicados en Colón entre 6 de Marzo y Pío Montúfar, que ahora cumplen la función del Mercado Central. Los espacios fueron alquilados por el Municipio de Guayaquil para ubicar ahí a los 306 comerciantes.
En el primer día de funcionamiento se ultimaba la colocación de las instalaciones eléctricas y algunos expendedores terminaban de trasladar sus mercaderías.
Los minoristas, desde el 26 de mayo, se ajustan en los 204 módulos metálicos que no superan los 4 metros cuadrados. Caminar por el sitio es incómodo, los pasillos están abarrotado de productos más que de clientes. La experiencia puede ser estresante por el roce de pieles sudadas.
Pedro Tarco es uno de los vendedores que aprovecha cada espacio posible de su puesto y apila con esmero atados de plantas medicinales; se limpia con el extremo inferior de su camiseta el sudor de la cara desnudando el abdomen.
Exhausto por el esfuerzo, el hombre mira al puesto de los jugos y toca sus bolsillos; una mueca indica que no tiene dinero, lo que además corrobora que la dinámica del negocio disminuyó.
A Tarco lo acompaña su esposa, quien no cambia su clásica vestimenta indígena (anaco, fachalina y alpargatas); ella vocea las propiedades de su mercancía con un claro acento andino: pregunte nomás, sin compromiso.
Igualar las ventas actuales con las que tenían en el viejo mercado es una tarea difícil para los 306 comerciantes. Los clientes aún no conocen estas nueva instalaciones.
El vetusto edificio del Mercado Central, ubicado en 10 de Agosto entre Lorenzo de Garaicoa y 6 de Marzo, cierra completamente sus instalaciones por primera vez en 95 años. Este fue construido entre 1922 y 1923 y está inventariado como patrimonio cultural. En esta renovación total se mantendrá la fachada original.
Ramón Cox recorrió su nuevo sitio de trabajo días previos y en principio tuvo buenas expectativas desde la perspectiva de su negocio, una fonda.
El hombre de 54 años hoy frota las manos sobre su cara, encuadra las mesas con las sillas y piensa en voz alta: ojalá que la afluencia de personas genere más circulante.
La falta de asepsia en la venta de carnes, embutidos, queso y leche en los nuevos garajes es notoria. Igualmente es más difícil encontrar productos especiales que no hay en otros mercados.
En el viejo edificio, en cambio, la oxidada puerta 3, en el lado de las calles 6 de Marzo y 10 de Agosto se cerró con candados y cadenas, lo que fue una sorpresa para Mariana Plúas, quien llegó al sitio sin saber que cerró.
La mujer de origen milagreño mira al interior de la edificación y con su mano derecha se tapa la boca y la nariz: el hedor a animales muertos es penetrante; llegó justo el día de la desratización.
Mariana no podrá tampoco usar el mercado como sitio de degustación gastronómico (hornado de chancho, caldo de gallina, ceviche de concha o batidos de frutas), todos esos puestos quedaron deshabilitados.
La mujer lee las escuetas indicaciones en los carteles pegados en los muros de la edificación construida por el arquitecto italiano Luigi Fratta. Los comerciantes usaron su propia forma de comunicación y promoción con la intención de arrastrar la clientela unas cuadras más al sur, donde ahora trabajan.
Al menos esta compradora optó por no seguir a sus proveedores de especias, jabón negro, látigos, preparados para baños y limpias esotéricas, venenos para ratas, entre otros que revende en su tienda de Milagro.
Del lado de Clemente Ballén, por donde pasan varios buses de transporte urbano (10, 152) Guillermo Cox preguntaba la nueva dirección del Mercado Central.
Él cada 15 días hacía compras para su familia (frutas, embutidos, pollo, queso, vegetales, panela). Cox labora como vendedor ambulante de casi cualquier cosa en el centro de Guayaquil y el sitio le resulta más económico que cualquier otro lugar para “hacer el gasto del mercado”.
El hombre es de contextura delgada pero de ropas anchas, habla rápido con una marcada fijación en la “s” al final de cada palabra. Sorprende que siendo vendedor ambulante no se haya enterado del cierre de la estructura de más de 5.000 metros cuadrados, pero reconoce que nunca leyó los letreros de advertencia. Ahora se pregunta dónde conseguirá las ofertas que le daba el Mercado Central.
El cierre del mercado de 10 de Agosto también afecta al negocio de César Campisaca, ubicado en 10 de Agosto y Lorenzo de Garaicoa.
La tienda, especializada en la venta de zapatos, correas, canguros y zapatillas, vislumbra tiempos complejos.
Campisaca, azuayo con acento “guayaco”, cree que le tocará resistir los 12 meses que demorarán las readecuaciones en el centro de abastos.
Mientras tanto, prescindirá de gastos de adquirir nueva mercadería o incluso “dejar ir” a las dos empleadas que trabajan con él y su esposa.
Del pasado son las aglomeraciones humanas en las aceras y los congestionamientos vehiculares en los alrededores del mercado, donde funcionan locales de venta de ropa, telas, ollas, toldos, comida, libros, coleros, loteros, estampados y hasta un lugar de reposo y hotel de paso.
Esto lejos de ser una ventaja es un problema para Rocío Nivel, vendedora de periódicos y revistas en una de las esquinas, quien ahora sufre para conseguir los $ 15 diarios en ventas. La imbabureña en estos días solo ha conseguido $ 7 diarios.
La mujer atiende su negocio y a su hijo pequeño al mismo tiempo.
Por ahora en secreto vende caramelos y cigarrillos, algo que no tiene permitido por la ordenanza municipal.
Es que Nivel está consciente de que al explorar otros negocios se arriesga a ser multada o desalojada, “es una jugada de todo o nada”.
Armando Tejada acomoda un saco vacío en el bolsillo de su pantalón y se retira el pañuelo de la nariz que lo protegía de los malos olores.
El hombre camina con prisa y se asombra por el cierre del Mercado Central, una “profecía” cumplida que escuchó estaba planificada.
Tejada aspira -una vez reabierto el sitio- respirar sin los malos olores. El lugar es conocido por sus alcantarillas rebosadas y las guaridas de ratas en las jardineras y raíces de palmas.
Por ahora, el Mercado Central tiene cerradas sus puertas y espera esconder su fachada para en 12 meses volver aseado y renovado. (I)