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El Telégrafo
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En las 36 viviendas que existen residieron personajes públicos, entre ellos el revolucionario Ernesto ‘Che’ Guevara y algunos expresidentes ecuatorianos

Las Peñas, patrimonio tomado por la bohemia

Imagen de una de las casas restauradas por el Instituto Nacional de Patrimonio Cultural.
Imagen de una de las casas restauradas por el Instituto Nacional de Patrimonio Cultural.
Foto: Karly Torres / El Telégrafo
09 de febrero de 2016 - 00:00 - Redacción Guayaquil

Son pocas casas, pero muchas historias. En una de ellas se hospedó el aún imberbe ‘Che’ Guevara, cuando ya tenía ganas de cambiar el mundo. Allí residió el maestro Antonio Neumane, creador de la música de nuestro Himno Nacional, y allí también viven y han vivido decenas de connotados artistas, nacionales y extranjeros, que a punta de pinceladas le han dado prestigio al sector.

Será su cercanía con el río, la vista que desde sus balcones de madera se tiene del follaje de la isla Santay o el hecho de que, muy cerca suyo, la ciudad tuvo sus orígenes entre trabucos y corsarios en el siglo XVI, lo que convierte a Las Peñas en un punto de referencia fijo para quien quiera conocer Guayaquil.

El barrio, que en 1982 fue declarado Patrimonio Cultural, tiene el reto de mantener esa condición de referencia. En los últimos 15 años ha sido sometido a regeneración urbana con ese objetivo.

Sin embargo, detrás de algunas de las 36 casas que lucen muy coloridas, la basura que cae de la parte más alta del cerro Santa Ana se amontona, según un reportaje que este diario publicó recientemente.

A pie por el barrio

Aunque el escritor Julio Cortázar nunca visitó Guayaquil, Rayuela, su novela más famosa, presta su nombre a un bar que recibe a quienes llegan al barrio Las Peñas. Este sitio, junto a Arthur’s Café y La Paleta, conforman la trilogía de diversión en la calle Numa Pompilio Llona, nombre oficial que adquirió en 1912.

Promocionado como ícono cultural y bohemio de la ciudad, en este lugar se realiza cada año -en julio- una gran exposición de artes plásticas. Según Armando Triviño, uno de sus moradores, “ha decaído tanto que ahora más parece una fiesta de pueblo en donde se vende de todo, menos arte”.

Marco Polo Avilés, otro habitante, también lamenta que ya no existan exposiciones pictóricas de calidad en las fiestas julianas, que antes contaban con artistas como Theo Constante o Antonio del Campo en un barrio que fue premiado con 5 sucres en 1963 como el mejor engalanado de la ciudad por las banderas y luces en tejados que colocaban los moradores.

Afirma que ahora en Las Peñas, llamado así por su empedrado, muchos se aprovechan de los turistas para venderles réplicas de cuadros. “Cuando el cliente se va, el expendedor saca un cuadro igual al que minutos antes vendió”, refiere Avilés.

La exposición de julio nació a fines de la década del 60, apadrinada por artistas nacionales como Oswaldo Guayasamín, Eduardo Kingman, Enrique Tábara, Aracelly Gilbert, Manuel Rendón Seminario y otros, quienes animaban con su presencia y obras durante los tres días que duraba la muestra.

Gastón Macías, artista plástico que trabaja hace varios años en el taller con la nonagenaria escultora Yela Loffredo, considera que la oferta de diversión y cultura tiene sus días establecidos, entre jueves y sábado. Mientras los turistas recorren la calle con sus cámaras fotográficas, algunos pintores, como el paisajista Mafaldo, le dan rienda suelta a su creatividad delante de los curiosos.

Por la noche, la puerta abierta del bar Rayuela extiende una invitación invisible. Los clientes empiezan a llegar pasadas las 21:00, según el administrador.

Las paredes de Rayuela están tapizadas de espejos con frases alusivas a la obra cumbre del escritor argentino. Allí se lee “Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”, pero pasan inadvertidas para muchos jóvenes menores de 30 años, a quienes -aparentemente- no les interesa la actividad literaria y más bien prefieren los cocteles y piqueos que ofrece el sitio.

Interior del bar Rayuela -bautizado así en homenaje a la novela del escritor argentino Julio Cortázar-, ubicado a la entrada del barrio Las Peñas. Foto: Karly Torres / El Telégrafo

Dos voces que reflejan nostalgia

La pantalla LED del televisor de 32 pulgadas, que Armando Triviño tiene en la planta baja de su residencia, contrasta con una arquitectura que data de los inicios del siglo XX, luego de los incendios que afectaron a Guayaquil en 1896 y 1902. En ese piso, en el que las baldosas sustituyeron a los tablones de madera desde hace tres décadas, funciona una galería que genera una ganancia mensual de 1.500 dólares (y en los mejores tiempos, según su cálculo).

Siempre está listo para responder las inquietudes de quienes visitan el barrio Las Peñas y, por supuesto, a su galería que permanece activa hace 20 años. Por eso, cuando alguien le pregunta acerca de la antigüedad de su vivienda, recurre a un tomo que contiene el registro de la propiedad de la casa que su abuelo Albino Triviño, un productor de cacao, compró el 17 de junio de 1931 al exportador Ernesto Vignolo.

Los amarillentos y desgastados documentos, cuyo trámite costó 4 sucres y se realizó 20 años después de la adquisición de la vivienda, revelan que su abuelo la obtuvo en 16 mil sucres, con un préstamo al Banco de Crédito Hipotecario.

Por aquel inmueble color verde agua, con los números 170 y 172 en sus portales, han pasado tres generaciones: los Triviño Mackenzie, Triviño Olvera y Triviño Álvarez.
Armando, quien luce camiseta de algodón con el logo de The Beatles y pantalones cortos que le permiten soportar el clima húmedo que ni siquiera la brisa del río Guayas aplaca en las tardes y noches de enero, mantiene en reserva su edad. Sin embargo, su cabello entrecano lo delata, pero eso no impide su locuacidad al rememorar su adolescencia cuando caminaba por la empedrada Numa Pompilio Llona. Subía a los techos de zinc que unen una casa con otra e iba a la orilla del río Guayas donde hacía veleros de palo de balsa, con sus amigos que lo acompañaban hasta la isla Santay.

Eran los tiempos en que las fiestas julianas eran una excusa para asar carnes en parrillas en un ambiente familiar, más que de vecinos.  Aunque también existen historias incómodas, como la caída de agua y lodo del cerro Santa Ana por las lluvias, o la obstaculización peatonal que causaba la entrada y salida de camiones de la Cervecería Nacional que funcionaba al final del barrio, donde ahora se levanta Puerto Santa Ana.

Sus ojos evidencian cierta nostalgia cuando evoca su juventud lejana, mientras recorre un par de cuadras para mostrar qué personajes públicos habitaron el barrio, entre ellos Carlos Guevara Moreno, fundador del partido político Concentración de Fuerzas Populares en 1949; algunos expresidentes, como Carlos Arroyo del Río, de quienes tuvo temprana referencia por las anécdotas de sus ancestros.

Aún hoy puede escuchar esas historias que le cuenta su madre, doña Elsie Olvera, viuda de Triviño. Ella vive con Armando, su esposa Lupe Álvarez y dos de sus hijas, Viviana y Bianca.

También hay anécdotas recientes, entre ellas, las grabaciones en exteriores de la telenovela ecuatoriana El secreto de Toño Palomino (2008). Lo que había llamado la atención a los productores eran los ventanales de la planta baja y el primer piso alto, característica de las viviendas europeas de los siglos XVII y XIX que los guayaquileños adoptaron de la época colonial para la reconstrucción de las casas luego de los flagelos.

A seis casas vive Marco Polo Avilés, tan antiguo en Las Peñas como Armando, pero más joven. Nació en 1963 y es hijo de Grace Hoheb Gilbert, quien a los 85 años viaja dos veces al año a Florida, EE.UU., sin descuidar la venta de los dulces que prepara, pese a la escoliosis que padece. Ella se aferra a su viejo hogar guayaco en el que han habitado cuatro generaciones desde los últimos años del siglo XIX.

El padre de Marco Polo era Policarpo Avilés, quien se consideraba un ‘peñero’ de pura cepa, pese a que nació en la Boca del Pozo (otro tradicional barrio de la ciudad). Lo era tanto que en su vejez tuvo energías para defender a unas vecinas cuando un funcionario público las agredió.

Pese a que está situado en una zona comercial, Las Peñas no ha sido un punto tan estratégico para negocios, salvo ciertos bares, galerías y puestos de artesanías en lo que alguna vez fue la primera ‘pelucolandia’ de Guayaquil, hasta hace seis décadas en que empezó el éxodo de sus residentes a otros sectores, como, Los Ceibos y Urdesa.

Marco Polo,  quien habita en un inmueble celeste con el número 200 en su puerta principal y que está construido en un área de 1.200 metros cuadrados, piensa que ya es hora de vender su vivienda, que consta a nombre de su madre. Según él, está valorada en 700 mil dólares, mientras que Armando no cambia por nada su barrio, ni su casa y prefiere pasar sus tardes frente a su pantalla LED, en medio de paredes y pilares de madera, a la espera de que algún cliente visite su galería.

Armando Triviño es parte de una familia que ha vivido en la calle Numa Pompilio Llona, en una casa signada con los números 170-172, por tres generaciones. Foto: Karly Torres / El Telégrafo

Inseguridad en los alrededores

No todo es color de rosa en Las Peñas, menos aún en sus zonas circundantes. Hace algunos años era peligroso caminar por la Numa Pompilio Llona, porque muchos delincuentes llegaban a Las Peñas, revela Marco Polo Avilés.

Subir al sector de El Galeón con dirección a La Pampa, sigue siendo peligroso. Lo afirman personas de la comunidad y lo confirman los guardias que laboran hasta el callejón Buitrón.

La imprudencia tiene hora y es a partir de las seis de la tarde. Si un incauto camina por el lugar puede ser asaltado o maltratado, si el malhechor no le halla nada de valor.

En una de las primeras casas, una ciudadana, que prefiere el anonimato, comenta con exageración: “Si se dan dos pasos más allá, se viene hasta sin calzón”. Se queja de que se lanza basura desde la parte más alta del cerro. “Aquí no hay control de nada”. Considera que el Municipio cometió el error de no haber regenerado esta parte.
Hace dos meses una turista española fue golpeada porque no se dejó robar.

El guardia Francisco Albazán ha vigilado por 7 meses el área y relata que el problema está en que el ladrón se despoja de las prendas poco antes de que lo capturen sin nada; y aunque va preso, sale en pocas horas por falta de evidencia.

Para María Salazar, el sector “es zona roja; a los que no conocen, los asaltan”. “Y a los que conocen, también”, asevera un ciudadano de 65 años, quien reservó su identidad. En 45 años de residir en el lugar dice haber visto a policías, militares y marinos ser robados con armas.   

De lo colonial a la modernidad

Las Peñas es pequeño, comprende alrededor de 300 metros; a paso lento uno no demora más de 4 minutos en recorrerlo, sin embargo, es uno de los sitios emblemáticos de la ciudad. Reúne elementos mínimos para ser considerado el nexo de continuidad entre la historia escrita con quincha, madera y tejas y el predominio contemporáneo del hierro, el cemento y el vidrio.   

En el sitio, que tiene más de 400 años de antigüedad, están asentados 36 inmuebles, algunos son terrenos vacíos, talleres, bares, otros son usados como galerías y viviendas. La mayoría conserva la infraestructura de madera, mientras que pocas son de hormigón.

Su calle empedrada, su arquitectura neocolonial, sus colores, balcones, persianas y su romántico silencio atraen a cientos de turistas amantes de la cultura, e incluso a deportistas que principalmente en la noche trotan por allí, señala Pablo Tomalá. Este hombre de tez trigueña  y de 87 años nació y vive en el cerro Santa Ana, el cual forma parte del entorno natural.

La casa de Tomalá tiene una vista privilegiada del barrio. Recuerda que la calle empedrada, principalmente en época de invierno, estaba llena de lodo y con poca iluminación. Pero esta situación cambió: entre 2002 y 2008, el Municipio de la ciudad realizó un proceso de restauración y regeneración del área.

El entorno de Las Peñas es exuberante: el cerro Santa Ana, el río Guayas, la traza singular de la calle Numa Pompilio Llona; los elementos urbanos, como El Fortín, La Planchada, la Plaza Colón y la Iglesia de Santo Domingo. (I)

Turistas y vecinos transitan por la única callejuela del barrio, tapizada por piedras de varios tamaños, lo único que queda del pasado colonial de Guayaquil. Foto: Karly Torres / El Telégrafo

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