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La dura marcha de un paisa por Guayaquil

La dura marcha de un paisa por Guayaquil
31 de marzo de 2011 - 00:00

Entre los angostos pasadisos que tiene  la Bahía -zona comercial de Guayaquil- se escucha una voz delicada que sale de un megáfono. Se trata de Fernando Arévalo, un ciudadano colombiano con discapacidad que viste camiseta sin mangas color turquesa, shorts pequeños, zapatos blancos y en sus manos lleva unas zapatillas de color negro. Va pidiendo una “ayorita” (una moneda).

Arévalo -de 40 años- viene gateando sobre  el suelo caliente, propio de la época y el clima que vivimos. Se traslada  de ese modo porque no tiene otra opción. Una mal formación en sus piernas y cadera es la razón de su “dolor” diario.

En sus manos -como si fueran pies- coloca las zapatillas, que  las usa para no lastimarse  al trasladarse de un lugar a otro. Dice que empezó a usar zapatillas desde que sus dedos se estaban deformando por el intenso calor que recibían al estar en contacto con el asfalto.

Arévalo es de Huila, departamento del oriente colombiano, tiene “cuarenta vueltas (cuarenta años) de sufrimiento”, como él confiesa.

Son las 11:00, han pasado seis desde que llegó a la ciudad alentado por un amigo cercano que le dijo que sería una buena idea visitar la ciudad, porque con el cambio de dólares a pesos tendría una buena ganancia.

No ha encontrado ayuda en su país. Se ve obligado a pedir la colaboración de los transeúntes debido a que por su condición no le dan trabajo.

El movimiento en la Bahía es intenso, como de costumbre; mientras Arévalo gatea, la gente se va abriendo paso,  algunos comerciantes hasta dejan de bocear sus productos, electrodomésticos, relojes, ropa y celulares -que posiblemente  llegaron hasta las perchas con las pantallas aún opacas por el sudor de sus corridas-, para conocer al viajero colombiano.

Las personas que se encuentran comprando y vendiendo en los pequeños kioskos de la Bahía, llevan sus manos al bolsillo para  entregarle una moneda. Una vendedora de agua ambulante le ofrece una botella del producto.

Fernando responde: “No, madrecita, no se preocupe, le agradezco pero prefiero que la venda. A mí me hace daño al estómago cuando tomo agua”. Los vendedores de gaseosas se acercan a regalarle un vasito de cola de  10 centavos, de esos que ellos venden a diario desde las botellas de tres litros. El lo recibe y se lo toma de un solo trago.

“Regálenme una ayorita, Dios los bendiga”, dice Arévalo desde el megáfono, que se ha convertido en la compañía de su largo trajinar.

Luego de recorrer varios pasajes de esta zona comercial decide hacer una parada, se recuesta, suspira y su rostro denota el dolor que viene de su espalda. Ese mismo dolor genera reacción entre quienes lo ven y le ofrecen algo de dinero, a lo que se suman los vendedores ambulantes, que le dan algo de lo poco que ganan.

Jose Ludeña, vendedor de ropa, lo mira con asombro, se agacha a la altura de su rostro y le dice: Papá, quiere tomarse un jugo, una cola o una agua. Arévalo responde: “No, mijo, no te preocupes, yo no puedo tomar agua, gracias”.  Así como Ludeña son varios; todos quieren ayudar. Arévalo estira sus piernas, encorva su torso y continúa caminando, no avanza muchos metros y debe detenerse, pues el intenso dolor lo acosa y el calor lo debilita.

Debajo de un techo encuentra una sombra, se arrima y  descansa. Acto seguido comenta que él no sabe nada sobre el origen de la enfermedad que padece, nació así y nunca se ha hecho chequear por falta de recursos.

Sale a pedir caridad todos los días, desde hace tres años. “Antes salía muy poco, por que mis padres no estaban viejitos como ahora y ellos eran los que me mantenían; ahora soy yo el que cuida a la familia, yo soy un tipo hechado para adelante. ¿Imagínate donde me quedara guardado en mi casa? Es duro pedir caridad, no solo porque me duele mi cuerpo, sino también porque me duele cuando la gente me mira raro. Hay, parce, mi vida es un sacrificio, nada más mírame. Yo soy digno de lástima”, apostilla con resignación.

La Vicepresidencia quiso hacer contacto con Arévalo, pero en la recepción del hotel Dorado -donde el se hospedaba-  dijeron que se había despedido sin mayor explicación.

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