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Historias que se tejen en el suburbio oeste de la ciudad

La 'cachinería', el gran mercado del suroeste

En el lugar se mezclan comerciantes del mercado San Vicente de Paúl y los conocidos ‘cachineros’.
En el lugar se mezclan comerciantes del mercado San Vicente de Paúl y los conocidos ‘cachineros’.
Foto: Archivo/ El Telégrafo
17 de enero de 2016 - 00:00 - Gabriela Samaniego R. Estudiante de la UIDE

Domingo, 07:00. El sol aparece encendido como una gran bola de fuego. El ruido que provocan los fierros sobre el pavimento, las carcajadas que emiten las personas, la música que sale de un parlante y las conocidas tricimotos denotan ese ambiente de mercado, un entorno de bullaranga que se vive en lo más espeso del suburbio guayaquileño: el lugar donde se despliega el mayor mercadillo informal de la ciudad, la ‘cachinería’.        

Esta palabra se le atribuye a la serie de artículos menudos que se promocionan allí, conocidos también como cachivaches. Para quienes trabajan en ese lugar, donde los cachineros, este oficio se convierte en su fuente de ingresos.   

El olor a verduras, frutas y carnes se entremezcla con las personas que visitan este lugar ubicado en un laberinto sin salida, desde la A hasta la E, y desde la 19 hasta la 25, en el Suburbio oeste de Guayaquil. Es inevitable no sentir calor entre tantas personas.

Las gotas de sudor que caen del rostro de Víctor Yépez demuestran esas ganas que tiene para llevarse el mundo por adelante. Este hombre, de 46 años, se dedica a vender ropa desde hace 5.  

Conseguir mercadería es un trabajo que le implica golpear puertas para comprar prendas que llegan del extranjero, muchas veces  usadas y en otros casos con desperfectos mínimos. El costo de la paca dependerá de esos detalles: $ 200 si la ropa es nueva y $ 100 si es usada.

La camiseta bermuda y el canguro negro que sujeta su cintura son los atuendos perfectos, esos que le permiten estar preparado para lo que  venga. Alrededor de su puesto se empieza a cocinar un contundente desayuno: tortilla de verde, bistec de carne, encebollado, caldo de salchicha...

Ya a las 8:00 y mientras algunos desayunan, otros empiezan a acomodarse en su espacio. Unas cuantas varillas de hierro sostienen los armadores con las prendas; mientras que un plástico transparente  o una sábana sirven de mostrador para la mayoría de negociantes.

En cada punta se colocan piedras para evitar que el viento derrumbe cualquier protección. Todos se arremolinan y revuelven las prendas que fueron vaciadas desde las fundas. Son los revendedores que seleccionan lo que ellos consideran puede venderse con facilidad.

Una mujer alta, robusta, afrodescendiente, ha seleccionado varias blusas, camisetas y jeans. “¿Cuánto cuesta todo esto?”, pregunta. Inmediatamente, Yépez revisa cada pieza y pone precio: 36 dólares; ella ofrece 20 y la transacción finaliza.

En la cachinería la venta es rápida y ruda. La mayoría de comerciantes, ante la inclemencia del clima, anda sin camisa y come en tarrinas para esperar a los clientes que salvarán su día y le dejarán llevar “un pedazo de pan a sus hogares”. “Venga, venga, lleve su muda para que ande bien vestido, aquí todo lo encuentra barato”, vocea Yépez. Sin darse cuenta, es más de mediodía y ha reunido 200 dólares.

Ese es el sueldo que gana en un mes, trabajando como ayudante de cocina en un comedor del centro de la urbe. Pero aquí él es el rey del menudeo. El bullicio no cesa. Mientras los pastores gritan en altoparlantes ¡aleluya! y las mujeres hablan de los milagros divinos, se escucha el  ruido de los buses.

Las personas que pasan por el lugar lo hacen lentamente y con cuidado para ver si encuentran algo que les guste y que no esté tan deteriorado. Los artículos son variados: zapatos,  tuercas, piezas de computadoras, ropa, juguetes, antenas, relojes y cadenas. Es como un centro comercial, pero con precios populares para quienes quieren llevar más y gastar menos. Aquí 100 dólares es el valor máximo que se paga por un celular de última tecnología.

“Los puestos son peleados. Si uno no es de la zona es difícil que lo dejen entrar, salvo que tenga un contacto”, afirma Diego (nombre protegido), quien tiene 35 años y lleva 8 en este negocio.      

“El nene diri diri”, como le dicen, descansa sobre una mecedora de hierro, bebe una cerveza y espera clientes en un tramo de la calle 24.  Luce botas rojas, con un agujero en la punta. Reconoce que no tiene papeles y que compra los celulares por lote (de 20 a 30 dólares). “En los lotes vienen de 7 a 12 celulares, de los cuales solo dos son carne y pechuga”, manifiesta.

Cerca de las 16:00, el sitio languidece. Es el momento propicio para sacar aquellas botellas que contienen el ingrediente sagrado que arma la buena reunión entre amigos.  

Algunos optan por irse y evitar problemas con los vecinos, quienes llaman a la Policía cuando hay desmanes; otros, se instalan acompañados de la voz de Julio Jaramillo, que se escucha al fondo de un callejón: “Yo sé que tú lo dudas, que yo te quiera tanto, si quieres me abro el pecho, y te enseño el corazón”. (I)

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