Intelectuales de Guayaquil (III parte)
La década del treinta se inicia con una nueva generación de escritores y artistas formados en el liberalismo laico, pero imbuidos de ideas marxistas que habían recibido en los claustros de la Universidad de Guayaquil. El libro que abre una renovada forma de contar, no del todo lejana al primer realismo de fines del s. XIX e inicios del s. XX, es “Los que se van” (1930), colección de relatos donde, por primera vez, se hace explícita referencia a los montubios y a los cholos, grupos étnicos subalternos del Litoral que son presentados desde su idiosincrasia, cultura y lenguaje.
El Grupo de Guayaquil, conformado por José de la Cuadra, Alfredo Pareja Diezcanseco, Enrique Gil Gilbert, Demetrio Aguilera Malta y Joaquín Gallegos Lara, introdujo la “novela objetiva” y el realismo social en la literatura ecuatoriana, conformando la más vigorosa generación de intelectuales del siglo pasado. Esa estética realista de “compromiso social” con la realidad del ser humano copó el horizonte de las letras nacionales durante cuatro décadas. Ya lo dijo Pareja Diezcanseco, en 1943: “Como hombres y como artistas, la miseria y el dolor han sido el tema conductor de sus inquietudes”.
De Guayaquil también surgieron dos agrupaciones que implantarían el arte moderno en el puerto: Alere Flamman (1931) y la Sociedad de Artistas y Escritores Independientes (1939). Los primeros fueron continuadores de la obra de José María Roura Oxandaberro, Enrico Paccciani y Antonio Bellolio, quienes habían desarrollado importantes actividades pedagógicas entre los jóvenes artistas de los años veinte. Alere Flamman organizó exposiciones de arte moderno donde intervinieron fotógrafos y caricaturistas en igualdad de condiciones con pintores, escultores y grabadores. En 1939, luego de una ruptura al interior de Alere Flamman, por razones ideológicas, el grupo disidente formó la Sociedad de Artistas y Escritores Independientes (SAEI) y organizó un “Salón de Octubre” donde prevaleció la estética del realismo social.
En la década siguiente, los actores culturales de Guayaquil se inscribieron en una corriente nacionalista -en respuesta a la pérdida territorial que sufrió el país en 1941- que promovió la creación de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, que se concretó en 1944, en la coyuntura de la revolución del 28 de mayo de ese año, conocida como “La Gloriosa”. Este ciclo fue propicio para la aparición de revistas culturales de gran interés, como “Letras del Ecuador”, “Revista del Mar Pacífico”, “Cuadernos de Historia y Arqueología”, entre otras.
En los años cincuenta, por su parte, en medio del auge bananero y el ascenso de una burguesía escasamente ilustrada, se desarrollaron estilos artísticos modernos que vinieron de Europa como la abstracción y el informalismo. En el campo del conocimiento social floreció la primera escuela de arqueólogos llamada también “Grupo de Guayaquil”. Y en el aspecto literario surgieron nuevos grupos que escribieron textos de impronta urbana, bajo la influencia del existencialismo filosófico -más en la línea de Kierdegaard que de Sartre-, como el “Club 7” de poesía.
En la década del sesenta, la cultura nacional experimentó una crisis de representación, pues en la literatura y el arte se alejó del paradigma del realismo social y buscó nuevos caminos. Se visibilizó el trabajo de jóvenes narradores realistas más cercanos al psicologismo que a la denuncia social. Al mismo tiempo, surgieron otras vías del trabajo creativo en las artes plásticas, como la “nueva figuración”. Con la aparición de nuevos salones y circuitos mercantiles para el arte también se generaron espacios de reflexión donde destacó el trabajo teórico y crítico de Humberto Moré.
Ya en los años setenta, la Casa de la Cultura Ecuatoriana fue percibida por muchos intelectuales y artistas como una institución caduca a la que había que transformar. La influencia de los tzántzicos también se sintió en Guayaquil y nuevos grupos asumieron gestos de inconformidad, como el ya legendario Sicoseo, que lideró el poeta Fernando Nieto Cadena. Formado por escritores, artistas y cientistas sociales, Sicoseo planteó una renovación en la manera de asumir y ejercer el acto creador, así como la necesidad de introducir nuevos referentes en el análisis y comprensión de los procesos culturales.
En la década del ochenta los intelectuales pudieron, por primera vez, dedicarse a vivir de su producción, en parte por el mecenazgo tanto del Estado (sobre todo el Banco Central) como de agentes privados. Este fue uno de los aspectos positivos de la bonanza económica que trajo el “boom petrolero” de los setenta. Sobresalió el trabajo de los talleres literarios que dirigió el escritor Miguel Donoso Pareja en Guayaquil, Quito y Manta, “padre” de varias generaciones de escritores, hoy consagrados; así como la labor de cientistas sociales que escribieron en revistas especializadas, publicaron libros e intervinieron en la esfera pública.
La literatura experimentó en las dos últimas décadas un boom de publicaciones de todo tipo, con la creación de nuevos premios, editoriales y medios de difusión de las obras, como los clubes de libros y talleres de lectura. Debido a la crisis económica provocada por el feriado bancario (1998-2000) se cancelaron proyectos artísticos e intelectuales y el mercado del libro experimentó un fuerte impacto. Sin embargo, algunas fundaciones privadas desarrollaron un trabajo que, aunque polémico a veces, pues respondían a intereses particulares, en algo llenaron la ausencia de un Estado que solo a partir de 2007, con la creación del Ministerio de Cultura, entendió que era necesario diseñar políticas culturales de largo plazo.
Más allá de la cercanía o distancia de los intelectuales y artistas hacia a la oficialidad, todavía sentimos en Guayaquil una aridez intelectual que nos impide salir del estancamiento. Algunos, quizá, añoren las épocas “doradas” de la ilustración liberal o del realismo social de los treinta y cuarenta. Sin embargo, los tiempos de hoy nos obligan a responder a fenómenos como la globalización, que interpela las culturas populares y nos inscribe en un tiempo social complejo que necesita ser pensado, en función de los signos culturales de los nuevos actores, en una ciudad todavía franqueada por serias contradicciones y enormes desigualdades sociales.