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Encuentro con Rosario

No creo que la artista se haya concebido feminista, pero seguramente su dedicación al arte supuso un quiebre con ella misma.
No creo que la artista se haya concebido feminista, pero seguramente su dedicación al arte supuso un quiebre con ella misma.
Foto: José Morán / El Telégrafo
15 de marzo de 2020 - 00:00 - Romina Muñoz. Crítica de arte

El nombre de Rosario Villagómez aparece en la base del monumento de Francisco de Orellana, localizado en Plaza Colón, en el centro de Guayaquil.

He caminado un sinnúmero de veces cerca de esta escultura, ya sea por las visitas a artistas, fiestas en los bares cercanos; o por las caminatas al cerro, antes de empezar la jornada laboral.

Pero su nombre no lo registré en medio de esos trajines; tuve la posibilidad de verlo, recién cuando me había despedido de la ciudad y mudado a Quito, en un listado de ganadores del Premio Nacional Mariano Aguilera.

Rosario Villagómez Fabara obtuvo tres distinciones en la categoría de escultura: dos primeros premios en 1918 y 1919 -es decir en la segunda y tercera edición del certamen-, y un segundo premio en 1920, en su cuarta edición.

No creo que la artista se haya concebido como feminista, pero sí estoy segura de que su decisión de estudiar y dedicarse a la práctica artística supuso un quiebre con ella misma.

Estoy segura también de que desde que yo me propuse a pensar/me desde un lugar distinto, desde el feminismo, he tenido la posibilidad de ver, asumir, algunas presencias y acciones que antes no eran posibles porque no me tocaban, o sí, en su forma más perversa, desde el control y la dominación; es decir, desde el silencio.

Me di la posibilidad de que el nombre de Rosario, autora de aquel monumento, me movilice, me toque, pero esta vez de otra forma; no desde un acto de satisfacción moralizante, patriarcal, servil, violento, en donde se consuma lo establecido, sino desde el deseo del cambio.

Rosario me ha invitado a pensar en las aparentes ausencias, en las roñosas estructuras sobre las que muchas mujeres hemos tenido que trabajar, en las narrativas morales que nos han contenido.

La artista estudió en la Escuela de Bellas Artes entre 1915 y 1920, pero no hay registros sobre su paso por la institución porque se han perdido esos documentos.

Además de ganar los premios mencionados, participó en 1922 en la exposición de las Fiestas del Primer Centenario de la Batalla de Pichincha. En 1923 realizó el monumento de Francisco de Orellana, por el cual el Concejo Cantonal de Guayaquil le concedió una medalla de oro.

Luego, en 1925 fue convocada para realizar un busto del general Eloy Alfaro en Portoviejo. Además, en Bahía de Caráquez, lugar donde residió hasta su muerte, realizó un busto del mariscal Antonio José de Sucre, inaugurado en 1936, y un homenaje a un shyri del pueblo Cara.

Así también, según una nota de El Comercio del sábado 24 de mayo de 1924, su obra “El sacrificio de Abdón Calderón” fue premiada por la Junta de Obras Públicas de Guayaquil.

Se trata de un proyecto escultórico que se emplazaría como parte del monumento de Bolívar y San Martín, que se venía preparando desde 1913 y que fue inaugurado en 1938, pero sin el trabajo de la artista.

No han sido localizados aún algunos monumentos que, según testimonios de la familia, realizó en Quito; ni esculturas de menor formato, que aparentemente fueron adquiridas por museos y algunos coleccionistas privados.

Parte de este registro se encuentra en Escrito en Bronce: Rosario Villagómez Fabara (1898-1968) en el MAAC de Guayaquil. La muestra fue inaugurada en noviembre de 2019, como parte de la Convocatoria Prácticas Artísticas del MAAC y de las Jornadas Activando, que organiza Muégano Teatro.

En ella hay dos murales con archivos, uno dirigido a la Escuela de Bellas Artes de Quito, donde, entre otras cosas, se presenta el número de alumnas que ingresaron a la institución, fotografías de los talleres y trabajos de varias estudiantes que, al igual que Villagómez, obtuvieron becas y reconocimientos de diversos tipos y, sin embargo, abandonaron de forma temprana sus carreras.

En el otro mural aparecen imágenes de revistas hechas por mujeres y dirigidas a ellas, fotos de algunas pioneras del movimiento feminista y trabajadoras en diferentes campos.

Aquí se busca contextualizar el fugaz reconocimiento de Villagómez y otras artistas de la época, motivado -en gran medida- por las discusiones sobre el rol de la mujer en la esfera pública que promovieron estas iniciativas, que a la vez visibilizaron las producciones de creativas mujeres y aportaron a la conquista del sufragio femenino.

El encuentro con Rosario me ha llevado a pensar en la idea de rastro, término que solemos usar para referirnos a una huella o presencia, pero también a una dolencia que afecta a los cuerpos, a la marca de algún suceso que se quiere borrar, pero es imposible; a aquello que incluso está ahí recordándonos lo que a veces no queremos recordar.

Asimismo, se lo relaciona con la supervivencia, con lo que sigue existiendo a pesar de todo, como los vestigios arqueológicos y monumentos.

De alguna manera sus monumentos contienen esas múltiples acepciones, representan a personajes conflictivos e ideales de progreso contradictorios; pero, a la vez, han estado ahí todo este tiempo, con todo el peso de su materialidad, guareciendo su nombre. Propongo mirarlos y travestirlos con la presencia de su autora.

Rosario es, para mí, el conjunto de muchos rastros, una fuerza movilizadora que me exige preguntar sobre las mujeres en el arte. Un rastro que se presenta como fisura y que se impone de forma azarosa para alertarnos, provocarnos, movilizarnos, para ser/hacer con ella.

La exposición estará abierta hasta el domingo 22 de marzo. Cuenta con el trabajo fotográfico de David Coral y el asesoramiento museográfico del artista Oswaldo Terreros; y con el gran aporte del arquitecto José Furoiani, hijo de Rosario, quien falleció a principios de este mes, y Ana María Furoiani, nieta de la artista, a quienes les dedico estas líneas. (O)

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