Bohemios, sensibles y modernos
Hace cien años, la sociedad guayaquileña experimentó una progresiva secularización en el proceso de afirmación de la modernidad liberal. Pero hubo voces que reaccionaron a la arremetida de nuevas sensibilidades. Curiosamente, aquellas no provenían únicamente de los sectores cercanos a la Iglesia católica. La misma prensa liberal solía asumir posturas conservadoras, sobre todo cuando se percibía cierta exacerbación de la individualidad presente, por ejemplo, en el estilo de vida del bohemio.
La figura del bohemio se identifica con las ideas de individualismo y cosmopolitismo. El bohemio empieza a ser visible en la prensa porteña, hacia 1915, cuando algunas revistas ilustradas del medio reflexionan sobre su talante y condición. Quien lleva este estilo de vida se considera un idealista y romántico que huye “del ambiente materialista que le rodea; huye lejos, muy lejos en alas de su fantasía, porque él no ha nacido para las bajas pasiones que el materialismo imponente enseña, vive soñando porque es menester, es su elemento, es su destino y no tiene deseos de contrariar a su naturaleza que le ordena tener ideales, tener ilusiones: que sea bohemio”, según se lee en la revista “Momo” de 1919.
A inicios del siglo XX, algunos articulistas escriben sendos manifiestos contra el “positivismo”, corriente de pensamiento que reconocen propia de la época. Y a ese positivismo calificado de materialista se oponen actitudes contestatarias como la del bohemio, cultor y amante del desenfreno nocturno, artista potencial que desesperadamente busca “su ideal”, a sabiendas de que “buscar este ideal en tiempos de positivismo es una locura; pero vivir sin él, le es imposible” (Revista “Momo”, 1919).
Es clara la relación que existe entre el mundo de la bohemia y una generación de literatos y artistas que bebió de sus fuentes. Identificados como modernistas, los también llamados poetas “decapitados” –calificativo impuesto por el periodista quiteño Raúl Andrade- habían nacido entre los últimos estertores del siglo XIX. Pero a finales del siglo XIX, el modernismo literario ya tenía cultores en Guayaquil, como lo atestigua la creación de la revista “América Modernista” (1896), donde publicaban escritores de reconocido prestigio como Numa Pompilio Llona, Nicolás Augusto González, junto a jóvenes entusiastas como Emilio y Nicolás Gallegos del Campo, M. E. Castillo y Castillo, y Francisco Falquez Ampuero.
Es difícil saber cuánto del “spleen” o cansancio vital baudeleriano que a estos bohemios y espíritus sensibles despertaban las ciudades, traspasa el plano ideológico o la mera pose y se arraiga en un determinado estilo de vida. Lo cierto es que muchas de las composiciones líricas de estos pioneros de la literatura moderna están llenas de angustia, desazón y “melancolía romántica”. Su apego a los poetas malditos franceses (parnasianos y simbolistas) se convierte en un culto practicado por los poetas de la generación de 1915 (la de Medardo Ángel Silva, Ernesto Noboa y Caamaño y José María Egas).
Estos poetas tenían la percepción de que vivían tiempos difíciles como resultado de “la vida ficticia y tumultuosa de las grandes ciudades; el trato ineludible de una sociedad, si no depravada, falsa y superficial, que nada enseña, que nunca satisface los nobles anhelos del corazón”, según escribía el periodista Roberto Espinosa en la revista “Guayaquil Artístico” (abril de 1902).
J.J. Pino de Ycaza, poeta y ensayista de la “generación decapitada”, reflexionaba, en 1945, sobre el “ismo” que los primeros modernos practicaron: “Ya una vez dijimos que el modernismo fue entre nosotros, una reacción de las clases altas contra el aplebeyamiento social y mental a que había llevado al país la larga dictadura de los machetes”. A pesar de su sesgo arcaizante, este comentario del poeta Pino de Ycaza nos revela la tensión que supuso en el Ecuador adaptarse a las nuevas condiciones que imponía la vida moderna, con sus valores de velocidad, pragmatismo e inmediatez. Se advierte, entonces, la reacción de cierta sensibilidad burguesa ilustrada frente a una vulgaridad filistea que ellos consideraban de “mal gusto”, en una ciudad-puerto paradójicamente marcada, a través de su historia, por una cultura de intercambio mercantil.