Genialidades y adicciones
Corría el año 1982 y daba los primerísimos pasos en el mundo del periodismo: vendía y repartía periódicos en la calle. Un trabajo singular ya que se arrancaba en la madrugada bien temprano. Todos los días puntualmente a las 4:00 tomaba el bus para ir a recoger los periódicos y las revistas. En la parada me encontraba con un colega, Juan, tan joven como yo, que los vendía ahí mismo. Mientras intercambiamos comentarios de nuestra actividad en común, imaginábamos estrategias para vender más periódico o nos esperanzábamos con noticias rimbombantes que nos ayudaran a agotar toda la mercadería: “Imaginate, qué bueno sería que secuestraran a Maradona…”.
Diego todavía no les había hecho los dos goles a los ingleses, ni ganado un Mundial, ni tampoco había provocado aún un fenómeno social en Nápoles, ni había convulsionado a todos por sus problemas personales, y ya era MARADONA, el que nos podía salvar el día o la semana de trabajo. El que podía darnos una alegría con mayor plazo de validez o, por qué no, perenne y más allá del fútbol, que en Argentina es algo más que un deporte. Es un terreno fértil para la generación de pautas culturales.
Por entonces, Juan y yo, estoicos voceadores de periódicos, lo ignorábamos. Diego ya había sido secuestrado. Y su captor habían sido el propio sistema y sus gerentes y sus porteros de turno. Se lo privó desde su adolescencia de crack del derecho a la vida privada, con aquel eslogan del “Diego de la gente…”.
Un jugador de fútbol inigualable, que tenía consigo, desde sus orígenes en Villa Fiorito, toda la materia prima del héroe. El muchacho que vino del barro y fue capaz de vencer al destino de pobreza, pero que no supo, no pudo (¿o no quiso?) liberarse de sus captores.
“Dios” de aquí, “genio” de allá, colocó su fenomenal habilidad para el fútbol con su singular carisma, pulidos, ambos, en las barriadas pobres del conourbano bonaerense. Admirado e idolatrado en el mundo, tanto como en su país, Argentina, donde una sociedad fiel a su estilo le transfirió la inmensa responsabilidad de vengarlos a tanta frustración organizada. ¿O acaso no se lo veneró, irresponsablemente, por haber hecho aquel gol con la mano a los ingleses en el Mundial de 1986 para vengar a los jóvenes muertos en la guerra de Malvinas?
Lo creíamos un superhombre y se lo hicimos creer. Pero ni él ni muchos de los que lo idolatraron eran conscientes de que las adicciones no se curan, se transfieren. Y así, él fue saltando de unas a otras. Y entre ellas aparecen las que para él fueron las más letales, la cocaína, el alcohol y los medios de comunicación. Y en esta matemática, tampoco, el orden de los factores no altera el producto.
Paradójicamente, Diego no era literalmente un adicto al fútbol, porque el fútbol estaba en su genética. Le salía fútbol por los poros. La magia de sus regates, la forma de acariciar el balón, su visión de juego, su liderazgo dentro de una cancha, todo era innato en él. Tal vez lo hubiese preferido un adicto al fútbol, para evitar otras adicciones, pero la demostración cabal de que no lo era es su etapa como técnico. Para él, como para muchos habilidosos, jugarlo era tan fácil que se le complicaba a la hora de explicarlo, de planificarlo, de armar un grupo. Era un ser humano, aunque muchos se negaban a verlo como tal.
Hoy lo despiden con honores sus pares en todo el mundo y lo llora un pueblo, en un final que estaba escrito hace rato, pero que se creía no llegaría nunca.
La de Diego Maradona es una figura que se puede abordar desde diferentes ángulos. Desde el deportista fuera de serie, capaz de torcer un resultado adverso jugando en una sola pierna hasta la figura acostumbrada al escándalo y a disparar controversias de todo tipo y color, o la del argentino que les regaló a millones de almas una de las pocas o tal vez la única alegría que tuvieron en sus vidas. Es esto lo que se podía leer en la vigilia de anoche esperando la apertura de la capilla ardiente montada en la Casa Rosada, con tres días de duelo nacional. Como si este fuera un nuevo servicio de Pelusa a la política. La que lo usó sin desmedro y lo cuidó poco o nada.
Y es que Maradona y su relación con la política fue y vino a lo largo de sus días, fiel a su estilo. De lo único que no se desdijo, y mantuvo su apoyo hasta el final, fue de su amor por Cuba (país que lo cobijó en una de sus crisis de salud) y de su respeto por Fidel Castro. Al punto que falleció el mismo día que el líder cubano, para los amantes de las coincidencias.
Y así, fuimos creciendo y viviendo con Maradona al lado. Tal vez la síntesis futbolística de lo que es capaz un argentino la plasmó el propio Diego aquel 22 de junio de 1986 en el estadio Azteca en el lapso de cuatro minutos, cuando hizo el gol más bonito y el tanto más tramposo de la historia de los mundiales.
Y claro, nos ayudó como pocos a vender periódicos, nos deleitó con su arte y su personalidad, aunque más de una vez estuve a punto de agarrarme a trompadas con sus adicciones y sus controversias, estas últimas tan mías también, tan nuestras. Generacionalmente, fue un disparador inconsciente —por aquellos años, con los periódicos debajo del brazo— de que se podía salir del barro y llegar a alguna parte.
Y llegamos aquí. A este lugar y a este momento inimaginables que creíamos, con ingenuidad y no exentos de irresponsabilidad, inexistentes. Y es que nos había acostumbrado a regatear a la muerte de la misma forma que a los rivales, hasta que el martes, un zaguero implacable le cometió penalti y lo sacó de la cancha para siempre. ¿O acaso el fútbol no es eso: la representación de la vida misma en 90 minutos? Por eso ahora nos quedamos con 10 y sin el 10 para lo que queda de partido. Ya sin esa suerte de Dios herético, con su aura de genio y de depositante de todas nuestras miserias en el equipo.
Tal vez ahora, que ya no está físicamente, sea tiempo de recordarlo con una sonrisa por lo que nos hizo gozar y hacer un “mea culpa” por no haberlo sabido cuidar y analizarlo en todas sus facetas, como ocurre con los hombres impares. (O)