El ‘Gato’ Maldonado pasó peripecias en una noche con tintes de odisea
Al entrar por la vía aledaña a la Refinería de Esmeraldas, Janeth Hunter, de 56 años, y Fernando Maldonado, de 72, sintieron cómo su vehículo, un Grand Vitara de 5 puertas, se balanceaba y amenazaba virarse en cualquier momento. Individuos corriendo con niños en brazos y gritos por todas partes complementaban un espeluznante panorama; al observar que de varios tubos de la refinería se desprendían enormes bocanadas de fuego, Janeth imaginó lo peor: “Esto va a reventar”. Pese al miedo, 2 de sus hijos y su mascota permanecían en la ciudad, ellos debían avanzar, pero un policía les cerró el paso.
- ¿Qué sucede?
- Señores, la ciudad está evacuándose.
- Yo vivo en Las Palmas, tengo a mis hijos allá, ahorita regresamos de Manabí.
- Es imposible, la gente escapa Se viene un tsunami. ¡Den media vuelta y váyanse!
Fernando aceleró y continuó adelante, nada era más importante que sus seres amados. En esas horas su vida era una película de terror, recordó el incendio del oleoducto que en 1998 devoró 200 casas, provocando víctimas mortales, heridos y desaparecidos.
Las imágenes del río Teaone y el océano Pacífico en llamas, archivadas por 19 años, ocuparon los pensamientos del exarquero de Barcelona, El Nacional, el Carmen Mora y la selección ecuatoriana en las décadas del 60 y 70; no paró hasta llegar a su casa en Las Palmas, donde encontró a su heredero, Fernando Maldonado Hunter (35 años), parado en la playa, cargando a Boby, el perro labrador retriever de la familia.
Al enterarse de que el desastre no estaba relacionado a una explosión en la refinería, sino al terremoto de 7,8 grados en la escala de Richter que se originó entre las parroquias Pedernales y Cojimíes, del cantón Pedernales, en Manabí, los esposos Maldonado-Hunter tragaron saliva, pues acababan de arribar de Portoviejo, donde dejaron a su hija menor Ashley (18 años) y a la compañera de la adolescente, Gabriela Ibarra (17 años), quien estaba a su cargo.
Ashley y Gabriela participaban en la capital manabita en el Campeonato Nacional Prejuvenil de Voleibol que se desarrollaba en el complejo deportivo La California; integraban el combinado femenino de Esmeraldas y habían cerrado su concurso derrotando a Chimborazo. Intentaron comunicarse con las jóvenes, pero les resultaba difícil. Algo de calma obtuvieron cuando lograron hablar con sus otros vástagos: Andrea (30 años), quien se hallaba ilesa junto a su cónyuge, en el departamento que tenían cerca al estadio Folke Anderson, y Enrique (32 años), que reside en Guayaquil.
De los sustos se aprende
En la mañana del 16 de abril de 2016, tras el partido femenino Esmeraldas-Chimborazo, Fernando les dijo a Ashley y Gaby que era hora de volver; pero las chicas no querían irse, incluso habían charlado al respecto con el entrenador de la plantilla, Alberto Alcívar, quien también deseaba que se quedaran para que hinchen por el plantel de varones.
- Déjelas, don Fernando, para que hagan barra.
- Bueno, pero conste que pensaba llevarlas por la Ruta del Sol para que conocieran todos esos balnearios.
Fernando y Janeth partieron hacia Crucita, pasando después por Bahía de Caráquez, San Vicente, Canoa, Jama, Pedernales... hasta entrar a Esmeraldas al comenzar la noche.
Mientras aquello ocurría en la urbe ‘verde’, en Portoviejo el sexteto de Esmeraldas le ganaba 2 sets a 0 al de El Oro y acariciaba la corona masculina, pero a 5 minutos de las 19:00, Gabriela detectó que el coliseo se mecía, dejó de hacer porras para decirle “¡Temblor!” al técnico Alcívar, quien no le creyó.
Mal por él, a las 18:58 el escenario parecía venirse al piso, la fuerza del sismo era tal, que los alaridos de los presentes se multiplicaron en ecos desesperantes; Ashley, Gabriela y los demás espectadores perdieron el equilibrio y cayeron pesadamente. Poseída por la angustia, una chica de la delegación de Loja se lanzó desde las gradas y se lastimó las extremidades.
La energía eléctrica se cortó y todos veían a la puerta semejante a una luz al final del túnel. Ya afuera, en medio de llantos, sin comprender lo que sucedía, los atletas e instructores buscaron refugio. Las tinieblas los motivaron a permanecer juntos y ayudarse. Hallar un espacio abierto disminuiría los riesgos de ser impactados por alguna estructura que se suelte en caso de existir más sacudones. El campo de béisbol era ideal; para pasar forzaron los barrotes.
El edificio donde se alojaban los hombres se derrumbó y sepultó las pertenencias de los adolescentes. En tanto, el adiestrador Alcívar y una funcionaria de la Federación Ecuatoriana de Voleibol (FEV) salieron a indagar por algún bus que los retorne. Pero si en Esmeraldas las familias de Ashley y Gabriela padecían lo indescifrable, en Portoviejo la ansiedad de las chicas se disparaba al infinito. Con la finalidad de dormir -si les era posible conciliar el sueño-, los deportistas bajaron colchones de uno de los recintos. Los instalaron en el terreno de juego; lo único que obtuvieron para comer fue queso, galletas, agua y leche.
Y aunque el cansancio era demoledor, el instinto de conservación los tenía con las alarmas encendidas. Al poco rato, en medio del silencio, gruesas gotas de lluvia provocaron otro zafarrancho; la preocupación ahora se enfocaba en hallar un lugar techado. La nueva guarida sería la cancha cubierta de tenis, a la que accedieron rompiendo otra reja. En ese momento, Gabriela vio colarse en la residencia del complejo a una señora con 5 niños, quienes se salvaron de morir, pero perdieron su vivienda.
Sin lograr conciliar el sueño, Ashley intentaba con insistencia contactar a sus padres. Su perseverancia encontró respuesta a las 01:00 del domingo... Un “¡Por fin!” pasó por su cabeza cuando escuchó la voz de su madre al contestar el teléfono. Antes de aquello, tratando de controlar su angustia, Fernando -desde Esmeraldas- y Enrique -desde Guayaquil- planeaban ir hasta Portoviejo para rescatar a las chiquillas, pero desistieron porque el mal estado de las vías hacia Manabí convertía su intención en una misión imposible.
Fernando rememora las fotos de la vía Crucita-Pedernales, partida a lo largo, con una grieta en la que se veían autos hundidos hasta la mitad. Acosado por la incertidumbre, al saber que su pequeña y Gabriela estaban a salvo, optó por esperar. En la localidad de los Reales Tamarindos, con el sonido incesante de los helicópteros en el aire, las jóvenes escuchaban atentas a su aleccionador, quien les informaba que a consecuencia del terremoto, hasta ese momento, el saldo registrado era de 56 fallecidos. La odisea para estas deportistas recién concluyó en la madrugada del lunes; lo intransitable de los caminos obligó al colectivo en el que se transportaban a dar la vuelta por Quevedo. El último capítulo del terremoto para los Maldonado-Hunter ocurrió 4 días después del movimiento telúrico de 7,8 grados: el condominio donde habitaba su hija Andrea se desplomó en una de las réplicas. “Gracias a Dios, nadie sucumbió”, rememora el ‘Gato’ Maldonado. (I)