Las rocas los acerca al cielo
Después de llegar a la cima, Jack frunce el ceño. El cansancio es evidente; ese último impulso pudo ser la diferencia entre llegar y caer. Subir es un verbo que ningún sujeto que practica escalada de montaña quisiera dejar a medias.
“Arriba, arriba”, le dice José, su compañero de aventuras. Llega a la cumbre de la montaña. Los 40 metros de altura quedan atrás. Gozar la vida después de ponerla en riesgo es algo de lo que pocos pueden disfrutar. José dice que la escalada sirve para todo, pues además de mantenerlo en forma, le permite distraerse y permanecer en contacto con la naturaleza. En alguna ocasión, incluso, le ayudó a mitigar un mal de amores.
Jack es más profundo. Cada movimiento le hace vivir el presente, define a los deportes extremos como la forma más positiva de sentir el miedo. Pisar la montaña es como nacer de nuevo.
El primer rayo de sol aplaca los bostezos y el amanecer los sorprende en plena carretera. Madrugar es la única forma de evitar el tráfico vehicular de la avenida Interoceánica, que se incrementó desde la inauguración del aeropuerto Mariscal Sucre en Tababela.
Sin importar el día, todas las semanas, José Cobo el “Gringo”, de 30 años de edad, y Jack Bermeo, de 23, se juntan para escalar. Su escenario más frecuente es un grupo de muros rocosos, ubicados en el sector de la hacienda Peñas Blancas, a 60 kilómetros de Quito, vía a Papallacta.
Los 60 minutos de recorrido hacia el pie de la montaña terminan, Ami y Apu (sus perros) son los más entusiasmados. Sus ladridos apuran a Jack, es momento de bajar de la camioneta. El ascenso hasta los 3.600 metros de altura, donde están las paredes, es el calentamiento perfecto para empezar a escalar.
Las faldas del macizo están bordadas por paja, musgo, pencos y otras especies vegetales. La fuerza del viento permite a dos gavilanes volar alto y vigilar a los extraños. Tras 45 minutos de caminata, los deportistas llegan a los muros.
José y Jack descuelgan las mochilas y sacan sus implementos. Cubren sus cuerpos con la “armadura” del escalador. El arnés, la cuerda, el asegurador, los mosquetones, los empotradores, el casco y los “pies de gato” (zapatillas) se convierten en extremidades artificiales.
Después de escoger el muro a trepar, los jóvenes analizan la ruta; aunque la pared sea la misma, nunca se sube de la misma manera. El cálculo termina, Jack comienza a escalar.
El ser humano, lógicamente, no tiene la misma agilidad que una araña, un insecto o un ave. Por eso los caminos verticales sobre las rocas siempre serán un reto para sus limitaciones.
Jack empapa sus manos con magnesio, eso las mantendrá secas. Las zapatillas le permiten mover con soltura cada dedo de sus pies. Por más pequeña que sea una hendidura, por más insignificante que sea una saliente rocosa, tiene la posibilidad de asentarse sobre ellas.
Como labradores que son, Ami y Apu rodean el pico del muro por la parte posterior y con envidiable facilidad llegan a la cumbre. Jack los descubre, su rostro mezcla gestos de sonrisa y fatiga. Los canes ladran.
Un brazo a la vez, una pierna después... Cada paso sabe a meta cumplida. Conforme avanza, inserta los empotradores; eso le permitirá a su compañero subir con la cuerda asegurada. A media pared, Jack se detiene; una meseta natural de casi un metro es el lugar ideal para fijar la cuerda e instalar la primera estación.
Es el turno de José. Se frota las manos con magnesio, alza la cara, el sol lo sorprende de lleno. La temperatura ha subido de 10 a 14 grados. Al contrario de Jack, José retira paulatinamente los seguros de su arnés. Su ascenso es más rápido.
Náufragos a voluntad por pequeños instantes, lejos del mundo y los sonidos urbanos, las vidas de ambos personajes se encuentran en aquel pequeño descanso natural. Conversan, descansan, ríen.
La misión de subir primero y colocar los empotradores en la otra mitad de pared le corresponde al “Gringo”. Salta, sus músculos se tensan, una zanja que sube de punta a punta por el muro es ideal para instalar los empotradores.
Uno, dos, tres... el último esfuerzo le sale del alma. Sus manos aprietan como pinzas de acero, su existencia pende de ellas por breves segundos. Ami y Apu mueven la cola, ladran; José resopla, pisa la cima. “La cuerda ya está aseguradaaaa” grita. “Vooooy”, responde Jack. Cual loro invisible, el eco remeda sus palabras. Tener sus figuras en la parte alta de la montaña les brinda minutos de gloria; casi literalmente, los dos se sienten cerca del cielo.
A decir de José, comparado con muros de otros países, el de Peñas Blancas es fácil de superar. En 2011, acompañado de otros compatriotas, el “Gringo” subió a 3.400 metros en La Patagonia (Argentina), donde escaló 1.000 metros entre hielo y roca. En 2012, junto a Jack, trepó 1.000 metros de roca en Yosemite, California (EE.UU.).
Esos dos sitios son los más codiciados en América por los amantes de la escalada clásica, cuya técnica se basa en fijar seguros en las grietas. En nuestro país los lugares ideales para este tipo de trepada son Cojitambo (Azuay), y La Chorrera (Chimborazo).
José y Jack tienen en los deportes de aventura la esencia de su existencia, ambos trabajan como productores de video en “Afuera Producciones”, empresa dedicada a la promoción de eventos extremos.