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Susana Cordero de Espinosa recibe la Cruz de Oficial de la Orden de Isabel la Católica

Susana Cordero de Espinosa recibe la Cruz de Oficial de la Orden de Isabel la Católica
Academia Ecuatoriana de la Lengua
09 de octubre de 2020 - 02:43 - Redacción Cultura

El 7 de octubre la directora de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, doña Susana Cordero de Espinosa, recibió la Cruz de Oficial de la Orden de Isabel la Católica, concedida por Su Majestad el Rey Don Felipe VI. En el acto de imposición, que tuvo lugar en la residencia de la Embajada de España, doña Susana pronunció el discurso que se reproduce a continuación:

         Ante todo, expreso mi emocionado reconocimiento a usted, señor Embajador y, por su intermedio, a Su Majestad el Rey Felipe VI, por haberme otorgado esta alta condecoración que tanto me honra y compromete.

         Confío en responder a ella con trabajo y dedicación; y quiero, fundamentalmente, compartir este honor con cada uno de los miembros de la Academia Ecuatoriana de la Lengua del pasado y del presente, a cuya entrega se deben los frutos de nuestro quehacer.

            He dividido mi breve intervención en tres pasos: una primera nota de tipo idiomático; un brevísimo resumen de puntos cruciales de la historia de nuestra Academia y una consideración final.

         Leo a ustedes la decimosexta de entre las cuarenta ‘Coplas a la muerte de su padre’, de don Jorge Manrique.

         ¿Qué se hizo el rey don Juan? / Los infantes de Aragón / ¿qué se hizieron? / ¿Qué fue de tanto galán? / ¿Qué fue de tanta invención / Como traxieron / Las justas y los torneos / Paramentos, bordaduras / Y cimeras / ¿Fueron sino devaneos? / ¿Qué fueron sino verduras / De las heras? [sic]

         Estas incomparables coplas fueron escritas entre 1476 y 1477, dos años antes de la prematura muerte del poeta. Solo quince años después, en 1492, el castellano llegará a América. Nuestra lengua muy cercana a la que hablamos hoy, ya ocupaba entonces a don Antonio de Nebrija, que editó su gramática el año mismo del descubrimiento de América. Dicha obra, recibida sin entusiasmo por la reina Isabel, (la inmediatez suele cegarnos), fue la primera gramática de la lengua castellana y la primera escrita sobre una de las lenguas romances. La gramática es, según Nebrija, ‘base de todo conocimiento y guía de la verdad’. ¡Qué distinta sería la educación que impartimos si afrontáramos con esta convicción el estudio de nuestra lengua, el de las lenguas!

         El gramático inicia su prólogo con palabras proféticas: “Cuando bien comigo pienso, mui esclarecida reina, i pongo delante los ojos el antigüedad de todas las cosas que para nuestra recordación y memoria quedaron escriptas, una cosa hallo y saco por conclusión muy cierta: que siempre la lengua fue compañera del imperio”. América sería descubierta ese mismo año. Hasta hoy…

         Volvemos a Manrique. ¡Suenan para nosotros tan familiares los ‘¿Qué se hizo / ¿qué se hicieron?!, que forman parte de nuestra habla cotidiana: ¿Qué te hiciste? ¿Qué te has hecho? Usamos el ¿qué fue de?, a manera de saludo: “¿Qué fue de ti, brother”, se saludan los chicos, en mezcla nada insólita de lenguas, hacia la que nos enderezan la vida y la tecnología…

         Las palabras de la hermosa copla preguntan por personajes, justas y torneos. Paramentos y bordaduras evocan para nosotros las antiguas casullas y vestimentas sacerdotales, los ornamentos del altar y hasta las luces de los cirios que deslumbraban nuestra infancia.

         Esbozo datos cruciales de la historia académica: La AEL, fundada en 1874, es la segunda de entre las 23 existentes en el mundo. Durante los años que siguieron a los de la independencia de las colonias americanas, en países del cono sur, hubo enorme resistencia a fundar Academias de la Lengua; cundió en ellos la idea de ‘completar’ culturalmente la independencia respecto de España, negándose a aceptar su lengua. Escribe Santiago Muñoz, actual director de la Real Academia y presidente de la Asociación de Academias, en su irremplazable libro Hablamos la misma lengua:

         Cuando se consumaron las independencias, en los primeros años del siglo XIX, un número significativo de líderes políticos e intelectuales de las nuevas repúblicas se plantearon el problema de su identidad cultural. Habían cortado, merced a las insurgencias y las largas guerras, los lazos políticos con España… Se habían pertrechado de sus propios gobiernos y contaban con medios para desarrollar sus programas como Estados desembarazados de la tutela de la metrópoli que los había dominado durante tres siglos. Pero no se habían podido cortar los lazos culturales… Algunos creyeron que era imprescindible conquistar la independencia cultural y, especialmente, lingüística, que completaría la independencia política”.

         Al respecto, me complace leer parte de la hermosa carta fechada en Quito, el 24 de Marzo de 1908 que Monseñor Federico González Suárez escribe a don Alejandro Pidal y Mon, entonces Director de la Real Academia Española.

         […] Una lamentable equivocación comenzó a cundir, hace algún tiempo, en los pueblos hispano americanos, y fue la de creer que también el idioma en nuestras Repúblicas debía emanciparse de España, así como las colonias se habían emancipado de la Metrópoli; confieso llanamente a V. E. que yo no puedo entender cómo se podría haber verificado semejante emancipación del idioma, a no ser que se hubiera convenido [en] la democracia americana en hablar una lengua del todo indisciplinada, lo cual, aunque se hubiera querido, habría sido metafísicamente imposible realizar. Por el idioma castellano, que es el habla materna de los americanos, todavía, hasta ahora, como en los días de Carlos Quinto y de Felipe Segundo, el sol no se pone en los dominios pacíficos de esa Real Academia Española de la Lengua.

         “Hay, como V.E. bien lo sabe, entre la lengua que se habla y el ánima del hombre una unión tan íntima, un vínculo tan apretado, una dependencia tan recíproca, que el lenguaje viene a ser, por eso, uno como espejo vivo, en que aparece reflejada el alma, con exactitud: cultivar, pues, el idioma, estudiarlo, analizarlo y procurar conservarlo puro, genuino e incontaminado es obra civilizadora. […]

         Este es y fue el espíritu de nuestra Academia instalada en Quito treinta y cuatro años antes, y debo decirlo, este es hoy el espíritu de las Academias que en otro tiempo se negaron a crear sus propias corporaciones, y cuyo trabajo actual en favor de la unidad del español es ejemplar. El Ecuador nunca tuvo líderes políticos ni hombres de cultura que sintieran el español como un lastre, aunque históricamente se perpetró el error de haber relegado las lenguas indígenas a un confinamiento vergonzante. 




        A este propósito, el expresidente ecuatoriano y académico, don Luis Cordero Crespo, escribió el primer Diccionario quichua-español, español-quichua, en 1892, que se emplea hasta hoy por su inteligente y preciso contenido. Cordero celebraba también la armonía y el hermanamiento del español y el quichua con modismos peculiares de uno y otro, y ‘expresiones graciosas’ y lamentaba cómo, avanzado el mestizaje, el quichua ha entrado en una etapa de atenuación y ensombrecimiento. Hoy ya no es así: hay un gran afán por recuperar las lenguas indígenas que gracias a su admirable persistencia, existen aún en el Ecuador.

        El gran filólogo y académico ecuatoriano, muerto en plena juventud creadora, don Humberto Toscano, contribuyó con su obra El español en el Ecuador, premio de investigación del Colegio Mayor Nuestra señora de Guadalupe en 1953, que no ha sido superada, a que dejara de considerarse en la práctica como casi nula la influencia sintáctica del quichua y de otras lenguas americanas en el español. Al contrario, nuestra lengua se enriqueció con el aporte quichua, y hoy transparenta bella y dulcemente nuestra idiosincrasia mestiza nutrida de su léxico, de perífrasis de fino espíritu, como la de las formas de ‘dar’ más gerundio que atenúan el imperativo y lo vuelven ruego: ‘Da diciendo que voy a volver, no seas malita’, en lugar de Di que vuelvo pronto, por favor. Nuestra cocina gana la batalla gastronómica que nunca tuvo que luchar: el locro, el timbushca, los llapingachos; las choclotandas, el caucara, el champús; el sango, la chuchuca, el mote; el chulco, la mashca, la chicha, comemos mucho de lo nuestro en quichua.

        El 4 de mayo de 1875, El Nacional, entonces el medio de comunicación oficial del Ecuador, reprodujo el “Acta de instalación de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia” cuando el entonces presidente, Gabriel García Moreno, la aprobó jurídicamente. Pocos meses después, el gran gobernante moriría asesinado.

         Volvamos ya a nuestra copla: ¿Qué se hizo el rey don Juan / Los infantes de Aragón / qué se hicieron?… Así retornamos al presente, para el cual estos versos suscitan honda reflexión. Vivimos universalmente momentos trágicos: por primera vez en la historia conocida, son universales y universalmente compartidas la amenaza constante de enfermedad y muerte. No pueden, pues, sernos indiferentes las preguntas de Manrique… Si, por felicidad, no podemos aplicar estos ‘¿qué se hizo…’ ¿qué se hicieron?’ a la ausencia por la pandemia de alguien querido o conocido, la muerte generalizada y amenazante nos urge a preguntarnos qué significa, de qué es anuncio esta situación; a dónde lleva a la humanidad, qué hicimos o dejamos de hacer para llegar a esta peste. ¿Saldremos de ella un día, habiendo aprendido algo significativo para los demás? ¿Seguiremos indiferentes a nuestro tiempo, a nuestro planeta, instalados cómodamente en el bienestar propio, sin proyección hacia el dolor de los seres humanos que tan cerca de nosotros, sobreviven apenas en el esfuerzo ingente de mantener su dignidad humana?

        Los estudiosos de Manrique hablan de sus coplas como como una reflexión sobre la fugacidad de la vida y de la muerte: Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir. Y nos recuerda: Allí van los señoríos / derechos a se acabar y consumir. / Allí los ríos caudales / allí los otros medianos / y más chicos / allegados / son iguales / los que biven por sus manos / Y los ricos…

         Cristiano creyente, como era el poeta, refleja en sus coplas su fe en la vida eterna, así como la idea del sacrificio, esa pequeña muerte que se anunciaba en la ahora perdida idea del valor de la mortificación, como la capacidad de moderar nuestra cómoda existencia mediante leves, pero conscientes renuncias cotidianas…

         Lo sabían nuestras beatitas madrugadoras, tan desacreditadas por fáciles estimaciones. Lo sabían nuestros pueblos pequeños: he oído contar de qué forma fina y poética procuraban la cura de la melancolía; lo recordé a propósito del río con el que Manrique compara nuestras vidas, porque cada mañana de buen tiempo llevaban a una mujer macilenta a la orilla del río, con su rosario en las manos, y la dejaban horas mirando la corriente, mientras rezaba, para que se llevara su miedo, su dolor, su melancolía. Todos tenemos nuestras formas, a menudo muy personales, de luchar contra dificultades, miedos y melancolías.

        Aunque según Steiner “El lenguaje —y esta es una de las proposiciones axiales en algunas escuelas de la semántica moderna— constituye el modelo más sobresaliente del principio de Heráclito: se altera en todo momento del tiempo vivido”, sé que hay formas de palabra que permanecen. La mayor de ellas, las de la poesía. Por eso he evocado aquí a un poeta que desde hace más de quinientos años nos muestra en sus metáforas y comparaciones que es posible encontrar consoladora belleza aun en evidencias tan trágicas como las que hoy presenciamos. No se trata de negar la verdad, pienso, sino de sentirla y vivirla bellamente. 

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