Philip Glass y Tim Fain, el dúo que unió Einstein
Un matrimonio de científicos de la Universidad de California (UCLA) –él es neurofisiólogo y ella es bióloga– está en la sala de estar de su casa viendo el documental Einstein on the beach: The Changing Image of Opera (1984,) después de otro día de investigación académica.
Ocurre en Santa Mónica, una ciudad pequeña de Estados Unidos, con menos de cien mil habitantes, a veintitrés kilómetros de Los Ángeles. Han pasado pocos años desde que se inició la década del 80. El filme, de una hora de duración, analiza el proceso creativo que llevaron a cabo Philip Glass (música y letra) y Robert Wilson (diseño y dirección) para montar una obra, de cinco horas de duración, que es un hito en la historia de las artes escénicas.
En Quito, Tim Fain toca el mismo tema de Glass que escuchó de pequeño, hace treinta años.
El invitado especial
de esa noche al Sucre
fue el poeta de la generación beat, Allen Ginsberg.Tim, el hijo de los científicos, nació en 1976, el mismo año en el cual la obra fue estrenada en Francia. El pequeño niño californiano de ondulado cabello rubio sale de su cuarto y se dirige sigilosamente hacia el sillón de sus padres. A medio camino se queda paralizado al escuchar los fragmentos de la música que sale del televisor, compuesta por Glass, e interpretada, aquella vez, por la Academia de Música de Brooklyn. No puede dejar de escucharlos. Se mueve algo en su interior. Algo que pronto lo llevará a estudiar violín en su pequeña ciudad, en Londres y en Filadelfia. Sus padres le permiten quedarse con ellos hasta que termine el documental pero esa música, que había estimulado sus nervios auditivos, se quedaría durante mucho tiempo.
Casi treinta años después, en Quito, el famoso violinista Tim Fain, con el mismo ondulado cabello rubio pero con más centímetros de altura que antes, cierra el concierto de Philip Glass en el Teatro Sucre. Toca el mismo tema que escuchó de pequeño en la sala de su casa: aquel que había diseñado el músico de 76 años para su ópera Einstein on the beach. Perfecta. Geométrica. Más veloz que la luz. El compositor ahora está sentado en diagonal al piano, mirando al vacío, escuchando. “Yo la escribí, pero se necesita de un intérprete para encontrar la verdad de una pieza”. “Hay algo misterioso que pasa en el performance: Tim me muestra cosas que no imaginé que existían en la obra escrita”.
Philip Glass, dentro de pocos segundos, se pondrá de pie para tomar con ambas manos, como lo haría un abuelo con su nieto, la mano derecha del violinista. Los cuatro brazos se elevarán con miras a recibir la ovación del público -mitad extranjero, mitad nacional- que se habrá puesto de pie por segunda ocasión en la noche para aplaudir.
El concierto
Philip Glass toca primero un solo. El programa se retrasó diez minutos, empezó casi a las ocho de la noche del lunes pasado, pero ya suena Mad Rush. Desde la silla 17 en la quinta fila de la platea se observan, sobre todo, los movimientos del dedo meñique de la mano derecha del pianista y su tobillo derecho al utilizar el pedal de resonancia. Caen gotas. Luego llueve torrencialmente en sonidos de estructura repetitiva hasta que una voz emerge desde detrás de los pulgares del músico nacido en Baltimore. No hace falta más que esta primera pieza para comprender lo que Tim Fain había dicho de su maestro-compañero: “He aprendido de Philip Glass mucho sobre la respiración, en el sentido que la aplica para construir frases musicales que cautivan a la audiencia”. Su música respira con los bajos. Sobre todo cuando cruza su mano derecha por encima de la izquierda para tocar una tecla aislada del registro grave del teclado. Respira hondo. Esta primera vez tiene que hacer cuatro venias hasta que el público vuelva a hacer silencio. Glass, vestido con pantalón negro y camisa gris oscuro, forma un solo cuerpo con el piano Steingraeber & Söhne. Se lo ve mayor. Ya no es el Wittgenstein de la música con sus camisas de colores a cuadros. Su cabello despeinado trasluce la pared iluminada que funciona como fondo del escenario. Después, en cambio, cuando suena el otro solo de piano, Metamorfosis, decide terminar varias veces abruptamente con la respiración. No hay pedales que atenúen. El auditorio queda colgado en el vacío sin sonido.
DATOS
Philip Glass estudió matemáticas en su juventud y encontró poesía en esta. Por ello dice que las ciencias exactas lo influyen cuando compone.
Tim Fain, aparte de haber trabajado en la ejecución de la banda sonora de El cisne negro, ha actuado con las orquestas la Chamber Symphony de Nueva York y la Filarmónica de Buenos Aires, entre otras.
Ambos músicos tocan juntos y antes de dar el recital en Quito estuvieron en BogotáCuando le toca el turno a Tim Fain, tampoco hace falta ir más allá de su primer solo, La Partita para violín: Chaconne, para entender lo que él mismo había dicho esa mañana en la conversación con medios de comunicación: “Para mí, el movimiento que hago con mi cuerpo al tocar el violín, es un movimiento natural”. Sonríe, mueve su columna vertebral, frunce su entrecejo, levanta levemente la rodilla izquierda. Si se hace un primer plano de las miradas del violinista estadounidense, el resultado ya sería música. Lo demás en el concierto fue Glassworks en el piano, dúos para Music: The Screens, para Pendulum, y Wichita Vortex Sutra, que merece comentario aparte.
Los soundtracks para películas y los trabajos colaborativos son probablemente los escenarios que más fama han dado a ambos. Philip Glass en Kundun, The hours, Notes on a Scandal o trabajando junto con David Bowie, Doris Lessing, Jean Cocteau, Patti Smith, Ravi Shankar, Beck, etc. Tim Fain, por su parte, en El cisne negro, Bee Season, la inminente 12 años de esclavitud o trabajando en proyectos multiplataforma como Portals con Leonard Cohen. Sin embargo, quien fue invitado esa noche al Teatro Sucre fue el poeta de la generación beat Allen Ginsberg, fallecido en 1997.
Glass, quien se había comunicado hasta ese momento solamente en inglés, pide traducción, por lo que sube al escenario Chía Patiño, directora de la Fundación Teatro Sucre. El compositor cuenta la historia de Wichita Vortex Sutra, una pieza ideada para que Ginsberg leyera poesía con acompañamiento del piano. Después de asistir varias veces a las presentaciones, el poeta le envió un casete con la grabación de su voz. Murió y cada vez que Philip Glass pone play siente que trae de vuelta a su amigo. Se prenden las luces del teatro.
Suena una voz de campo estadounidense que dice:
I’m an old man now, and lonesome man in Kansas but not afraid to speak my lonesomeness in a car, because not only my lonesomeness, it’s Ours, all over America.
(Soy un viejo, pero un viejo solitario en Kansas que no teme hablar a su soledad en un auto, porque no se trata solo de mi soledad, sino de la nuestra, de la de los Estados Unidos de América).
Suena el piano. Todos seguimos los versos pacifistas-religiosos en el folleto que se repartió a la entrada, en los que se declara el fin de la guerra tras invocar a los poderes de la imaginación, a Satyananda, a William Blake, al Sagrado Corazón de Jesús. A Dehorahava Baba que al llorar y quejarse dice: ¡Oh qué herida, qué herida!. La voz de Ginsberg que resuena en el Teatro Sucre rasga por dentro. Las notas que Philip Glass logra liberar de su instrumento no salen con motivos de consuelo.
Tim Fain está parado a un costado del escenario, tal vez, recordando aquello que sintió años atrás en la sala de su casa.