Museos y huertos vecinales
Por X. Andrade *
Una serie de preguntas sobre gestión cultural pública quizás sea la lección más productiva de la reciente discusión suscitada por las quejas del artista Amaru Cholango sobre aspectos relacionados con procesos posteriores a la exhibición retrospectiva que la Fundación Museos de la Ciudad, en Quito, le organizara un año atrás. La primera y única en el país dedicada antológicamente a su obra.
Cholango alude a problemas relativamente comunes en el medio. Concretamente, una mala impresión del catálogo correspondiente y la supuesta negligencia respecto del mantenimiento de una serie de canoas que formaron parte de una instalación en el Centro de Arte Contemporáneo. Ambas tienen que ver con tareas que son de responsabilidad tanto del artista como del museo. De hecho, un catálogo bien logrado requiere la supervisión del artista hasta el mínimo detalle, así como las pruebas de impresión por parte de la institución para asegurar la calidad de un producto que, finalmente, sirve para un público restringido a investigadores del arte y al propio artista como carta de presentación de su trabajo.
La segunda queja es insostenible. El artista parece haber esperado que un museo público sirva de bodega para sus bienes privados por un tiempo ilimitado y, además, que la institución responda por sí sola, sobre las consecuencias del almacenaje y desecho de objetos altamente tóxicos. Eso ya es suficientemente irresponsable; pero, además del costo cubierto previamente por la institución para la producción de las canoas en cuestión, Cholango pide verse indemnizado dado que parte de las mismas fue reutilizada para propósitos que distan de la sacralización ad infinitum del objeto que él parece haber esperado.
Estos aspectos de la discusión, y la obscura lógica de su reclamo, son los que despiertan las mayores interrogantes sobre el sentido de la gestión pública y el arte. Para empezar, el museo, después de un largo proceso de control ambiental y la obtención de un permiso para la reutilización de las canoas por las que había pagado su elaboración, dejó en manos de la comunidad aledaña darles un uso funcional a las necesidades de la misma. Recicladas, ellas son pequeños huertos apropiados por una asociación de señoras del barrio de San Juan para cultivar flores que, a su vez, atraigan insectos benéficos para el resto de plantas de la zona.
Si uno atiende a lo que ese patio representa en el contexto espacial del CAC, la importancia de lo realizado por una asociación de vecinas es clave dentro de un proceso de adecuación social de un área que puede servir como un puente efectivo entre museo y barrio. De hecho, varios colectivos de la zona han estado construyéndolo, desde asociaciones de jóvenes hasta estudiantes y vecinos en general, para repensar el sentido de una zona fronteriza que, de otro modo, daría simplemente la espalda a la comunidad urbana en la que el museo debe insertarse.
Todos los componentes centrales de esta discusión: el museo, el artista y el arte como tal están sometidos a procesos críticos que deben obligar a repensar la misión del primero y el tipo de procesos sociales que debería favorecer en beneficio de un campo más expandido del arte. Para un país en el que el coleccionismo es mínimo, donde apenas si hay un programa de posgrado en artes visuales –el de la Universidad de Cuenca— y en el que la resistencia al cambio es la norma en el manejo de la gestión cultural, es importante precisar que ha sido precisamente el Centro de Arte Contemporáneo el principal agente de cambio en un panorama parco. Basta familiarizarse, amén de las exposiciones tradicionales que han tenido extensiones educativas importantes, con los extraordinarios esfuerzos de enlace comunitario, establecimiento de redes sociales e investigación para brindar oxígeno a instituciones anquilosadas.
El hecho de que las mismas canoas del debate hayan servido para procesos de reinserción social de la gente de la comunidad aledaña al CAC para propósitos propios, habla fehacientemente de dicho compromiso. Y si le preguntan a mi bolsillo como contribuyente, es obvio que prefiero esta dinámica antes que la de la recompra de un basurero tóxico. En un momento en que formas importantes del arte contemporáneo, como el arte relacional o el arte como práctica social, favorecen lógicas de integración por fuera de las instituciones para incorporar activamente a las comunidades dentro de dinámicas interpelantes, es importante reubicar la mirada hacia las instituciones culturales y el manejo de sus presupuestos.
De hecho, una de las lecciones que este caso nos deja es la necesidad de afianzar dichos procesos, visibilizarlos adecuadamente y legitimarlos como parte integral a lo que debería ser el quehacer público en el fomento de las artes, con presupuestos claramente orientados para el propósito de favorecer a las comunidades afectadas, por ejemplo, por la relocalización de una entidad. Como en el caso del CAC, situado en el histórico barrio de San Juan, los desafíos son múltiples para no reproducir el modelo de tantas otras instituciones que son solamente cubos blancos instaurados autoritariamente sobre un tramado urbano. La revisión de procedimientos que hacen de artistas e instituciones corresponsables de todas las instancias que supone un proceso de exhibición, desde la producción hasta el almacenaje y el desecho, son igualmente importantes para evitar pescar a río revuelto. No se puede esperar que el Estado financie cualquier cosa sin beneficio de inventario. En este caso, el artista debería restar en paz al ver que, al contrario de lo que sostiene, ciertos bienes culturales gestados por una exhibición suya ahora están más vivos que quizás nunca antes.
Evidentemente, el modelo de institución museal que reposa en el culto de la supuesta genialidad del artista, la pieza única, y el museo como ente protector de un legado por excelencia, está en crisis hace rato. Hay que trascender la experiencia de acercarse al arte solamente como una práctica mediada por aquellos dispositivos que aseguran una dinámica que va de la observación al culto, y que transforma a un objeto -no por el aura inherente al mismo sino por la magia del poder de las instituciones y la mirada que sobre él crea- en un tipo particular de ejercicio religioso.
Esta es una batalla –previsiblemente perdible, pero que hay que darla- en un campo de gestión cultural cargado por un legado modernista, el que hace que, por ejemplo, la Capilla del Hombre –entidad privada- siga recibiendo fondos públicos para tan solo apuntalar sentidos conservadores y reaccionarios de “patrimonio”, “identidad” y “autenticidad”.
Las dinámicas del arte como práctica social están cambiando, lentamente, a las instituciones en Ecuador. Colectivos autogestionarios, para empezar, y múltiples iniciativas que están haciendo uso del arte para la transformación social dan cuenta de la necesidad de repensar el presupuesto y el sentido de la gestión de lo público. Conforme a aquello es imperativo acoger orgánicamente dichas iniciativas, estableciendo métodos integrales que incorporen de partida el preguntarse tanto sobre las relaciones de poder entre museos, artistas y comunidades, como sobre los principales beneficiarios de una política de gestión global. Ello situaría a la construcción de una esfera pública robusta –con la gente, con espacios comunes, habitables, con huertos y maceteros, por ejemplo- como una prioridad. Ello, quéjese el artista que se queje.
*Artista en Residencia, Outpost at The Armory Center for the Arts, Los Angeles, California.