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El Telégrafo
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La apuesta “objetual” de Anthony Arrobo

La apuesta “objetual” de Anthony Arrobo
01 de septiembre de 2011 - 00:00

Hay un dato interesante sobre Liliput, la isla de gente diminuta que apareció por primera vez en “Los viajes de Gulliver”, la novela de Jonathan Swift: se encuentra casi permanentemente en guerra con Blefuscu, un imperio vecino también habitado por “micro-semejantes”, debido a que las dos localidades no se ponen de acuerdo en cuál es la forma correcta de cascar los huevos hervidos. En esa apelación al absurdo –que uno bien podría encontrar luego en Alfred Jarry o, claro, Ionesco- radica evidentemente la     intención de satirizar los lineamientos y consensos  que rigen el movimiento social a nivel macro, “teleológico” podríamos decir (aquello de que habrá un punto ulterior de la historia que justificará todo el proceso, según nos explica críticamente, por ejemplo, la filosofía de Lévinas). Esa sátira lúdica era, entre otras cosas, lo que buscaba Swift con su tomo en apariencia inofensivo.

Si seguimos con esta reflexión literaria y hacemos arribo nacional, podemos recordar el cuento “De la nueva Liliput”, de Abdón Ubidia, que narra la historia de unos pequeños hombres y mujeres creados genéticamente por científicos japoneses, de los cuales se dice que “les han enseñado bien nuestra cultura” y que “pronto la ciudad les resultará pequeña”, ya que a pesar de la voluntad de los científicos para preservar el desarrollo natural de cada colonia, “la verdad es que nuestros pequeños semejantes se reproducen de prisa, a despecho de las campañas de control natal y todo eso”. La voz narrativa concluye que pronto serían necesarios dispositivos policiales para controlar a los neoliliputienses, y suelta: “me he puesto a pensar en que si tan solo no tuviesen un cerebro como el nuestro, una conciencia como la nuestra, todo les sería más fácil, infinitamente más fácil”.    

El consenso sociocultural, las regulaciones y razones teleológicas del progreso (la guerra entra en esa agenda), los mecanismos de urbanidad, la ideología institucionalizada, etcétera, etcétera, no pueden lidiar realmente, como vemos, con los entresijos más hondos de la singularidad de cada sujeto que, aunque viva junto con otros en comunidades  que se presentan "homogeneizadas" con membretes de identidad extendida, responde a una realidad del uno por uno: hombres y mujeres son irrepetibles en la medida de su intimidad única; y eso, por ejemplo, plantea una relación con los objetos del mundo que no está mediada (¿aderezada?) por la convención del consumo, la funcionalidad, la pertinencia lógica o cualquier otra.   

En Guayaquil hay un artista muy joven, Anthony Arrobo, que ha entendido esto muy bien en el plano estético, según pudo advertirse en su más reciente muestra -de ocho obras- bautizada, precisamente, Liliput; que es, además, lo último ofrecido en NoMínimo, ese nuevo y valioso espacio para el arte contemporáneo, regentado con criterio y entusiasmo por Pilar Estrada y Eliana Hidalgo.

Pero expliquemos más en detalle en qué consiste esa comprensión. En esta entrega, según palabras de Lupe Álvarez -curadora de la muestra-, “Arrobo ha reducido la teatralidad (en relación con su primera exposición, Do not touch) a favor de concentrarse en la mismidad de cada objeto, en el develamiento de su proceso para resaltar con el acto singular la capacidad metafórica”.

La muestra tiene de “liliputiense”, podríamos decir, esa atención al detalle como detonante, la utilización de la maqueta como posibilidad de ponderación estética, esa alusión metafórica a lo que existe “a escala”... Pero en lo que radica la fuerza discursiva de Arrobo es en que a través de dichos recursos pone en juego, nos parece, el resultado de una introspección en sus propias vibraciones subjetivas (algo que resulta evidente cuando vemos que en un par de obras alude a los latidos de su corazón y a sus lágrimas). Esto, sin embargo, no es lo mismo  que un “saldo biográfico”.

Se trata de una propuesta que no encuentra anclaje en referencias socioculturales cercanas, que prefiguren unas coordenadas de interpretación para los objetos a los que el espectador se enfrenta. El objeto se halla frente a uno “tal cual”, diríamos, planteando un muy directo contrato de observación. Claro está que si ese anclaje existe, esas referencias culturales solo pueden desprenderse, en última instancia, nada menos que de unas cosmológicas (se regresa, por una parte, a esa vieja metáfora que establece la “comparación” de la vastedad del Cosmos con la del interior del ser en su singularidad).

En ese sentido van obras como Universe (grafito); Heartbeats (fotografía intervenida, en que constan 112.320 estrellas que corresponden al número de latidos del corazón del artista durante un día); y Moon (fotografía de maqueta lunar realizada con viruta de grafito y lápiz blanco). En estos trabajos existe, como hemos dicho, una referencialidad cultural latente: acierta el texto curatorial cuando precisa que se trata de “imágenes que están inscritas en la conciencia como (...) mediáticas (cráteres de la luna, el espacio estelar) que Arrobo modula, o presenta en sugestivos procesos de intervención...”.  

La lista de alusiones al espacio y, específicamente, a la Luna, provenientes de diversos frentes del arte, es extensa, desde el haiku hasta la poesía romántica del siglo XIX; desde Kubrick a Pink Floyd. Con el de Arrobo podríamos quizás vincular  -“actitudinalmente”, desde luego- el trabajo de George Méliés, sobre todo en su fantástica Viaje a la luna, en donde el satélite, las estrellas, todo tiene una “cara humana” (se sabe, además, que Méliés ponía color a algunas de sus cintas aplicando, de propio puño, crayón a los fotogramas. He allí un “acto singular” -y artesanal- para resaltar la “capacidad metafórica”).

En donde no resulta muy afortunada la referencia (aunque dicho antecedente no esté allí “adrede”) es en Ocean (vaso de cristal que contiene lágrimas del artista), cuya “resolución objetual” viene marcada, allí sí, por una tentativa conceptual que falla en su capacidad de sorpresa: hay un trillo ya bien recorrido por ese recurso, al punto de que, incluso en la cultura popular más consensuada, esta obra “ya existía”, por lo menos como “idea verbal”, aunque no objetual: recordemos “Vaso de lágrimas”, un conocido pasillo del compositor lojano Segundo Cueva Celi. Resulta  que el vaso con lágrimas es, en primer momento, un símbolo propio del imaginario popular en torno al dolor; y en segundo, un recurso kitsch, de signo un tanto almodovariano, y a ninguno de estos “espectros” nos parece que Arrobo  intenta, obviamente, referirse. Consideramos -respeto de por medio- que es una obra de corto alcance poético que palidece frente a las excelentes Layersland II y Mountain.

Layersland II (papeles blancos pintados en los bordes) nos devuelve al asunto de, con el  “uno por uno” (papel por papel), ir  constituyendo una estructura a medio camino entre lo compacto y lo volátil. Vista, esta obra, desde una perspectiva referencialista elemental, parecería una ciudad a escala (volvemos a Liliput), una maqueta de aquellas utilizadas en la cinematografía popular japonesa esperando por su “kaiju”, su Godzilla: la mirada ansiosa de representación de un espectador que, de cualquier forma, termina neutralizado -y luego apaciguado- al percatarse de que a la larga allí no anida Verdad o alusión aprehensible alguna que pueda verse amenazada.

Mountain (Bonsái de 500 años de edad, calcinado) es fantástica. Frente a ella resulta muy difícil no encontrar un pulso conceptual como sustento, no ir hacia una significación referencial; pero, una vez más, a la usanza del alacrán ceñido por el fuego, esa significación se autodestruye, dejando apenas una estela. La obra  es una lúcida sugerencia a la actitud que marca el trabajo de Arrobo en toda la muestra: en el arte del bonsái zen, cuando el podador/artista alcanza el Satori (iluminación), abandona la “conciencia de la técnica” y fluye; es decir que el pensamiento se ve desplazado por la creación, que en este caso consiste en “ganar el espacio real con los objetos en su mismidad”, pero a la vez en la reducción del objeto-naturaleza a una ceniza que, de nuevo, se debate entre lo concreto y lo interino. Entre montaña y viento.

La muestra se completa con Circle (dibujo hecho en 24 horas seguidas), una resolución escueta en términos de destreza técnica, pero importante en la medida en que enfatiza concisamente esa preocupación que agita la dinámica creativa de Arrobo, su “saber hacer”: el tiempo, en tanto  valor estético y  herramienta de procedimiento. La paradoja, como ya hemos dicho,  de la “fugacidad constructiva” que desemboca en arte. Y del bueno.

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