Kazuo Ishiguro y la novela vigía de nuestro tiempo
Hay algo espartano, de riguroso dominio en la obra literaria de Kazuo Ishiguro. Incluido generacionalmente en el grupo de novelistas ingleses destacados por la revista Granta en la década de 1980, entre los que se encuentran Martin Amis, Graham Swift y Julian Barnes, Ishiguro está más próximo a Salman Rushdie por ser autores nacidos fuera de Inglaterra, pero que terminaron migrando a Londres y escribiendo en inglés.
Por el trabajo de su padre, Ishiguro llegó a Inglaterra de niño. Cuando se lo ha querido vincular a la tradición japonesa, él mismo se ha encargado en señalar que le debe más a Jane Austen o Charles Dickens. Pero más que este aspecto de origen y generaciones, Ishiguro ha hecho una carrera diferente a las de sus contemporáneos. En su trabajo literario se ha centrado exclusivamente en la novela –ha publicado 7 novelas y un libro de cuentos– con un ritmo de producción más bien parco. Su última obra, El gigante enterrado, la publicó en 2015, diez años después de Nunca me abandones.
Las novelas de sus comienzos son obras de una mesura y claridad deslumbrantes, tanto así que fue llevada al cine su tercera novela, Los restos del día. Pero a partir de ese punto, sin perder en nada su amable legibilidad, sus novelas han entrado en terrenos extraños e inquietantes. Todo empezó con Los inconsolables, como si su mundo referencial –volcado al Japón en sus dos primeras novelas, y a Inglaterra, en la mencionada Los restos del día– hubiera optado por regiones menos previsibles donde podría moverse con una mayor libertad frente a las expectativas miméticas de una geografía tópica.
Su interés mayor está centrado en la manera en la que opera la memoria individual, la soledad contemporánea, y la incomprensión humana de los movimientos históricos que sobrepasan los itinerarios personales y la culpa frente al pasado. Algo de Tolstói hay en su visión global de la sociedad humana, en el sentido de una búsqueda de la verdad que parece inalcanzable pero no se ceja en el intento de comprenderla. La claridad verbal de sus novelas no debe engañar: no sólo le interesa contar una historia, sino que tiene preocupaciones éticas de largo alcance y una profunda exploración formal, libre de aspavientos, con una concisión estilística por la que revela que la novela es una forma mayor del arte poético. El rigor de su lenguaje lo acerca a Coetzee.
Inasible, escurridizo, alejado de las modas y ruidos de nuestro tiempo, parece escucharlos mejor, en una perspectiva tan sutil como inesperada. Quizá la Academia Sueca ha premiado al mayor novelista de su generación, que se lo tomará, como siempre, con su proverbial calma.