Fernanda Trías, escritora uruguaya
Fernanda Trías ya no distingue "entre la vida y la escritura"
Fernanda Trías escribe sobre la manera en que las relaciones se desgastan, sobre el paso del tiempo. En La azotea (2001), su primera novela, cuenta la historia de Clara, una mujer que cuida de su padre enfermo, encerrado en el cuarto con un canario.
Evade el recuerdo de Julia, la mujer muerta a la que amó el padre y, a pesar de que tiene a Flor, una hija que está por descubrir el mundo, cada mañana cierra más las paredes de la casa con sábanas y periódicos mojados para evitar que los extraños se filtren.
Trías fue discípula de Mario Levrero. Juntos formaron De los flexes terpines, una colección de narrativa uruguaya. Si hay un principio levreriano con el cual se deja caer en un abismo, es que no hay diferencia entre literatura y vida. Su obra va de la mano con sus recorridos por el mundo y con imágenes que aparecen en su cabeza y que escribe solo si pastan como si fuera un ganado.
Así nació La azotea, el libro que reeditará la editorial española Tránsito, en su lanzamiento, enfocada en la escritura de mujeres de América, como Trías o la colombiana Margarita Rocío Robayo.
¿Con qué imagen nació La azotea?
Fue una imagen obsesiva, insistente. Cuando tengo una imagen que vuelve y vuelve, no la escribo inmediatamente. Primero, porque pienso que ya se va a ir. Yo no pienso en ideas, pienso en imágenes, no solo visuales, también sensoriales. En La azotea veía ese canario dentro de la habitación cerrada. Yo tenía esa sensación de encierro y ese olor del periódico cuando se moja, encerrado en un cuarto sin ventilación. En ese momento estaba terminando de escribir Cuaderno para un solo ojo y no estaba pensando empezar otro proyecto. Sin embargo, esa imagen volvía y volvía. Cuando terminé Cuaderno pensaba en este pájaro encerrado sin luz, que me parecía una enorme contradicción porque siempre se asocia a la luz.
¿Solo con la imagen del pájaro?
Me senté a describir lo que estaba viendo. Luego, por esa magia que tiene la escritura, que al principio está enfocada en una cosa pequeña, como en un plano cerrado, y al describirlo se va abriendo y descubres que hay más, así empecé a ver qué cosas había alrededor. Estaba la figura de un hombre y ese fue el personaje del padre. Luego escuché a Clara hablar y empecé a desarrollar la historia.
Y con ello la idea de las relaciones que se desgastan y la forma en la que Clara, la protagonista, quiere retener el tiempo.
En todos mis libros hay una especie de pesimismo sobre las relaciones interpersonales que se van desgastando y, de alguna manera, se van desmoronando. En La ciudad invencible también reflexioné sobre la idea del tiempo como algo que se puede desdoblar. Creemos de una manera religiosa, acordada, que el tiempo es lo que es y que el día tiene 24 horas, el año 365 días, cuando, en realidad, el tema del tiempo y la percepción es tan subjetivo que nunca podemos saber si estamos hablando de la misma cosa. Clara, que constantemente tiene ese razonamiento sobre el tiempo como lo único posible y valioso, ve que se le acaba. No sabemos cuánto de eso está desde el plano de la realidad y de su fantasía. En La ciudad invencible hablo sobre cómo las personas creen que hay ciclos que se cierran y una vez que se cierran todo terminó, y no necesariamente es así.
Dice que escribió esta novela con un soundtrack noventero, ¿ahora con qué escribe el proyecto en la Casa de Velázquez?
La música del silencio. Me estoy volviendo bastante neurótica con los ruidos, necesito más soledad, y creo que es la neurosis de la edad. Me fui acostumbrando a la soledad. Cuando escribí La azotea vivía con mis padres. Ahora cuando escribo en aislamiento me siento resguardada en un espacio de protección. Puedo escribir las cosas más terribles, pero hay una sensación de estar en un lugar seguro. En ese espacio necesito estar sola con el silencio. Aquí (en Casa de Velázquez) hay una biblioteca enorme y no puedo escribir allí. Entro en un estado de trance cuando escribo. En ese estado meditativo me siento vulnerable a la irrupción de otros y no quiero música.
¿Definiría su literatura como monstruosa, intimista, realista?
Tiene distintos lugares de lecturas. Me gusta que La azotea se lea desde distintos lugares, uno es el realista. No siento que sea monstruosa, la siento humana. Todas esas emociones oscuras, de todas maneras, son algo muy humano, un material que está al alcance de todos allí adentro. Todos estamos a un paso de cometer algo tan horrendo como en estas historias. Me interesa la complejidad, esa cantidad de claroscuros. Siento que Clara (la protagonista) tiene muchos lados, algo cruel, tierno, un centro vulnerable. Me da ternura, pero también puede ser implacable, cero piedad y ahí es donde pienso que está el material que me interesa.
¿Cómo influyó Levrero en usted?
Trabajar con Levrero me influyó en la manera que entiendo el oficio de escribir. Te diría que con él aprendí, porque resonó en mí, no porque me haya dicho que así tiene que ser. Me ayudó a relacionarme con la escritura de manera instintiva. Hay diferentes tipos de escritores y ninguno es mejor que otro. Hay unos súper racionales, con un plan que siguen, lo piensan con ideas, y luego están los más intuitivos.
¿Usted está del lado de los intuitivos?
Siento que muchas veces los escritores intuitivos se sienten menos, como que lo están haciendo más o menos mal y tendrían que hacerlo de otra manera. No hay que ser de ninguna manera. A mí me resuena algo y esa es la manera en la que escribo. No me gusta tener un plan, para mí esa es la aventura de escribir; y yo me lanzo a eso, al proceso de ese descubrimiento, que muchas veces puede terminar en nada, en algo fallido, pero a mí ya me sirvió ese proceso. Ya valió la búsqueda. Pienso en que estoy en una búsqueda que a veces me resulta. De esa manera soy muy levreriana, lo que es levreriano es la idea de que literatura y vida son la misma cosa, no hay un momento en que eso se separa.
Desde que empecé a escribir lo supe, con los años me fui liberando hasta que se vuelve indistinguible la vida de la escritura. Llevo en mis últimos libros al nivel del papel la manera en la que vivo la escritura, donde no hay diferencias. Llegué al punto donde decidí usar mi vida como material. (I)