Yolanda Pantin: “Hay que reconocer que la luz existe”
La poeta venezolana Yolanda Pantin camina por la Casa Benjamín Carrión en espera de que alguien le dé una dirección. Es la escritora visitante del centro cultural y pregunta si alguien sabe dónde venden aquellas lámparas que atraen y repelen insectos. Al salir de Caracas, la ciudad en que reside, le pidieron que llevara ese aparato para librarse de los zancudos, que abundan, sonríe y, en poco tiempo, consigue lo que quiere.
Aunque la luz suele atraer a criaturas diminutas no siempre con fines benévolos, en la obra de Pantin la luz es una forma de liberarse, una de la que no se puede escapar y sobre la que tratará esta entrevista a la ganadora del XVII Premio Casa de América de Poesía Americana por el libro Lo que hace el tiempo (Visor, 2017).
¿Es muy importante la memoria para la poesía?
¿La prehistoria? (sonríe). La poesía es el resultado de un proceso que se da en el tiempo. Uno no puede leer un libro (mío) sin tener en cuenta el anterior o el poema que está antes. Se va haciendo un cuerpo literario, se responden preguntas que van quedando. Casa o Lobo (1981) es un libro que trata de la forma de levantarse con palabras, de reponerse de la muerte de dos hermanos (soy la mayor de 11), de levantar con palabras el edificio de la casa materna. Es tratar de recontener, darle vida a esto que se ha fracturado y desde allí empezó un proceso de más de 30 años, cada texto responde y niega al anterior.
Pero en su poesía hay giros, cambios en cada obra...
Cambia el lugar y el enfoque. Yo publicaba un libro que mataba al anterior. Eso me llevó a hacer una síntesis de una cosa complicadísima. El avance es ir golpeándose, ese proceso se termina en 2014 con 21 Caballos (2011), un libro que nace de la angustia, de la relación de la poesía con el poder, su opresión. Es cerrado, hermético, aunque eso no había sido una forma que yo haya empleado.
Como decía Gonzalo Rojas, se encontró con la cerrazón, llegó a un punto ciego, una pared donde no había ninguna respuesta. Entonces yo tenía dos posibilidades: o morir frente a esa pared o devolverme, mirar hacia otro lado y eso fue lo que hice. Eso no tiene que ver con la memoria sino con reconocer lo que dijo Blanca Varela en un verso maravilloso: que la luz existe, aunque parezca una obviedad.
¿Qué recuerda ahora mismo de Blanca Varela?
Ese poema extraordinario llamado “Ternera acosada por los tábanos”. Ella tenía su oficina en el Fondo de Cultura Económica, allí me contó que se asomó a la ventana y vio a unos muchachos, unos huelepega que molestaban a una muchachita que también estuvo con ella. Eso no lo pudo haber escrito sin el entorno, esa cosa tan dolorosa. Un acicate.
¿21 Caballos es un libro que se sitúa entre las tinieblas?
Es oscuro porque la materia que toca es la muerte, la negación de la vida, la oscuridad total. La cerrazón. Me di cuenta, de pronto, que cualquier cosa que toca la luz queda enaltecida por la luz [gesticula con sus largos dedos], y eso es en lo que creo, lo que está en Bellas ficciones (2016) y Lo que hace el tiempo. Hay que poner las cosas en su lugar.
Se ha dicho que su poesía es íntima, que está tejida hacia adentro...
Lo que yo he hecho es un ejercicio de exploración interior para sacar lenguaje. Es lo que he hecho siempre, buscar el lenguaje adentro, pero tampoco creo que sea íntima más allá de las vivencias, lecturas, conversaciones e imágenes. Quienes escribimos poesía solo leemos a los poetas a los que podemos robarles algo, por eso la poesía de Borges, perfectamente hecha, no me daba nada en el sentido de encontrar un lenguaje que no sea el suyo, muy bien construido.
¿La cerrazón que usted evoca fue una respuesta a la situación venezolana de estos años?
Justamente tiene que ver con la percepción de un peso totalitario, solamente hay una verdad impune que se impone. Yo quise escribir una poesía que sea como un desplante, yo decía: voy a salvar esto, que no lo toque la cerrazón, que la poesía no muera. Entonces elegí que aparezca la poesía como cuento, con muchos niños, animales domésticos, mis padres ancianos... y estoy con ellos tratando de contenerla, esa es mi respuesta. Hay algo protegido, que no se puede romper, trastocar porque sería un crimen que toquen la poesía.
Usted ha dicho que era la amanuense de su madre...
Eso fue un hallazgo, algo que yo no sabía. Tuve la sensibilidad para escuchar lo que ella estaba queriendo decir, fui como su traductora y escribí ese relato de infancia, “El Corneto”, que ella me contó luego de perder la vista por causas naturales, fue algo que había pensado mucho y que me quería contar. Dijo que me iba a gustar mucho el final, que había hecho en su cabeza, es una historia donde el caballo Corneto, un animal precioso, soberbio, lleno de brío y que fue la fascinación de los niños escapa... pero no podía permitir que la muerte terminara el libro. Son recuerdos de la infancia de mi mamá, de su infancia [en Paya, Turmero, la cordillera central venezolana].
¿Cómo llegaron esos animales a su vida, a su imaginario?
Mi abuelo era criador de caballos, entonces crecí viendo eso de forma muy natural, aunque eso se perdió.
Hay una fuerza narrativa en su poesía. ¿Además de amanuense, era una mujer fuerte?
Era una carga pesada ser la hermana e hija mayor.
¿Queda esperanza en Venezuela?
Estamos entrampados en una tragedia histórica, yo no veo salida sino a través de una confrontación que sea muy violenta, entre dos polos que no claudican. Ojalá no fuera así. No tenemos tiempo de pensar en otras cosas que no sean lo inmediato, en resolver la vida, por eso los poetas somos nada. (I) et