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Ejercicios de melancolía, a propósito de La luz difícil

Ejercicios de melancolía, a propósito de La luz difícil
11 de marzo de 2013 - 00:00

La luz difícil es un poco más de un centenar de páginas que intentan dar un sentido a la vida cuando la muerte está encima de nosotros como espada de Damocles.  ¿Con qué objetivo vivir si lo único que tendremos asegurado será el dolor? ¿Cuál es el límite que nos indica que el único paso adelante es terminar con nuestra vida? ¿Hasta dónde se extiende, y con qué sentido, la vejez? Estas son las preguntas que asoman página tras página. Las respuestas no las vamos a encontrar, porque nadie puede darlas y porque el autor, sabiamente, actúa en concordancia a ello.

Hasta hace poco, esta novela protagonizó su propio boom, con varias ediciones en seguidilla y una intensa promoción. Tomás González (Medellín, 1950), autor nada nuevo, recorrió las páginas de infinidad de revistas y suplementos literarios; pocos lo habían leído antes. Ya sin la agitación febril y la recomendación insistente de las maquinarias culturales, la novela no solo se sostiene por sí misma sino que se levanta y echa a andar.

Tomás González nos acerca a la vejez de un reconocido pintor, David, sumida en el desparpajo de la memoria, aún lúcida, y de la degeneración física. David se esfuerza por dejar escrito su recuerdo más intenso, la muerte  voluntaria de su hijo. Al mismo tiempo va comentando su proceso de escritura y va hilvanándolo con su rutina diaria actual, que es también un relato de su propia desintegración.

Al lector medianamente aficionado a los libros le vendrá inmediatamente a la cabeza esta referencia: Todos los fuegos el fuego, el cuento de Julio Cortázar. La luz difícil se trata de una narración de dos tramas que se entrecruzan, o cabría mejor decir que se entretejen, de principio a fin del libro. Estas historias que avanzan paralelas comparten estilo y, lo más importante, una preocupación, la del narrador, de profundizar en el tema de lo escrito. Difícilmente una trama sobreviviría sin la otra en el relato del argentino, y en la novela de González la separación es imposible, cada una  provoca y cuenta a la otra.

En una de las vías está David con su familia inmediata: Sara, Jacobo, Pablo y Arturo. En la otra, veinte años después, David se encuentra mayormente solo, compartiendo los largos instantes de su vejez con Ángela, su empleada doméstica, y el esposo y el hijo de ella. La novela, a pesar del desfile constante de nombres, es una aproximación al valor de la soledad, la cual le permite a David disfrutar de la compañía de personas diametralmente opuestas a él y del desarrollo de una autonomía, con múltiples formas de cariño, que poco podemos imaginar.

La mitad de la novela tiene lugar en Nueva York, en los años anteriores al atentado del 11 de septiembre. Uso esta fecha como referencia porque la da el narrador también, porque son el horror y la tragedia de ese día los únicos símiles que encuentra él para describir su propia angustia y el vacío instaurados en su hogar. Es más, la descripción de ese estado emocional  fracturado es tan complicada que David alcanza nada más a comparar ambas situaciones; los rostros desencajados y la incredulidad latente como cobija serán parte de lo que trata de describir.

La ciudad que leemos está ubicada en los noventa, con pequeños saltos hacia la década anterior a esa. David y su familia se acoplan bien a ella, a sus altibajos. Sara, la esposa de David, trabaja como consejera de salud para prevenir el sida, la epidemia que asola a Nueva York. Recordamos entonces que esta ciudad, la del Soho, la del West Village, la capital financiera del mundo, tiene también sus cicatrices latentes. Ya vimos a la Nueva York del sida en esa magistral insolencia que es Kids, la película de Larry Clark; y algo atisbamos en Éramos unos niños, la autobiografía de Patti Smith.

En un punto de la novela, cerca del final, David parafrasea un dicho taoísta, confesando: “Cuando tengo hambre como, bebo cuando tengo sed y cuando estoy triste me pongo melancólico”. En esa frase queda condensada la ética del narrador y su estado emocional de los días en los que se ha impuesto el deber de rememorar y contar con inútiles palabras lo que, según él, mejor le saldría pintado.

Atención: quien no ha leído la novela bien puede dejar de leer aquí, a continuación viene un spoiler con una reflexión sobre el final. Pero si está claro que el secreto de una buena lectura no está en la anécdota, entonces continúen tranquilos.

Se dice que Carl Jung exclamó antes de morir: “¡Qué maravilla!”. También se dice que las últimas palabras de Goethe fueron: “¡Luz! ¡Más luz!”. David, un pintor que ha luchado toda su vida por la visión adecuada de la realidad para plasmarla en su obra, ve apagarse, literalmente, la luz, se está quedando ciego, y en sus últimos momentos de lucidez emprenderá la tarea de legar (no sabemos a quién, ¿a nosotros, quizá?) su memoria, en un tortuoso camino hacia el final que concluirá con una escena entrañable: su asistente doméstica, Ángela, escribiendo por él la conclusión final, una sola palabra: “Marabilla”.

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