Eduardo Coutinho o el gran dibujante de la realidad
Fin de la tarde en Rio de Janeiro. El calor ha comenzado a menguar en la ciudad que Eduardo Coutinho adoptó como suya hace cincuenta años. La cita es en su oficina en el Centro de Creación de Imagen Popular (CECIP). Unas espesas gotas de lluvia empiezan a caer y precipitan mi paso hasta llegar a su encuentro. «Son las aguas de marzo, cerrando el verano», como dice la canción de Tom Jobim.
¿Cómo entrevistar al entrevistador que más admiro? Voy pensando aquello –y sufriendo un poco de nervios– en mi camino desde Botafogo hasta el centro carioca.
Coutinho prefiere evitar el término entrevista, en favor de la palabra conversa. En una conversa —modo coloquial para referimos a una conversación— nadie es dueño de las preguntas, nadie es dueño de las respuestas. Procuro entonces que nuestra reunión tenga más alma de conversa que de entrevista y tengo la suerte de que —aunque debía esperármelo— sea Coutinho quien empiece con las preguntas.
Poco a poco, nos enfrascamos en una conversación con respuestas largas, rica en paréntesis y digresiones. Mientras tanto, las campanas de la iglesia de San Francisco de Paula van marcando el ritmo de una tarde que me inyecta una emoción que no se desvanece hasta ahora.
Empecemos por hablar del primer encuentro entre usted y sus personajes, que ocurre siempre intermediado por una cámara. En Boca de Lixo va aun más lejos, pues el filme se realiza incluso sin tener una investigación preliminar. Un encuentro así, con la cámara prendida, ¿no provoca una cierta violencia?
Cierto, el comienzo fue muy difícil. Porque ¿qué es un basurero? Los basureros son mostrados por la televisión desde hace cuarenta años. La televisión va, graban cinco minutos y de ahí sale en el noticiero: «¡Qué horror, qué crueldad!». Cuando yo llegué ahí, al comienzo, los recolectores pensaban que haría uno más de los reportajes de ese tipo. Así que su agresividad venía por eso: primero, nadie quiere ser filmado en un lugar tan terrible como un botadero; segundo, para ellos yo era ese tipo que llegaba y se iba.
Filmé Boca de Lixo tras una producción sobre medioambiente que realizaba en la época. Rodé ahí por un día y medio y volví tres meses después. Filmé durante diez días. Al segundo día, la gente me saludaba. Cambió la relación porque los que estaban ahí y me habían reconocido pensaban: “¡Ah! El hombre regresó. Va a comenzar a tratarme, no va a huir”. Es el ejemplo de que pasando un tiempo en un lugar uno termina por crear condiciones; y en poco tiempo.
Es parte de su método no participar de la investigación y encontrar a los personajes solo cuando va a filmarlos. Pero antes de iniciar un rodaje usted ya tiene indicios de que va a encontrarse con personajes así de geniales…
No, no. ¡Imagínate! A las personas que hacen la investigación para mis películas les digo lo siguiente: «Lo importante es que la persona tiene que tener carisma». Pero carisma es una palabra indefinible. Lula tiene un carisma extraordinario; Dilma, ya no tanto. Ahora eso, en las personas comunes, es difícil de definir. Incluso entre intelectuales, la elección de los personajes varía mucho. A veces un investigador adora a un personaje y a mí no me gusta, o viceversa.
Aunque conocemos a los personajes a través de sus historias individuales, un fuerte espíritu de comunidad persiste siempre a lo largo de sus películas hasta Babilônia 2000. De pronto Edifício Master trae una ruptura en ese aspecto. Es más un filme de la soledad.
Sí, ese es un filme de la soledad. Las personas de las favelas que filmé en Santo Forte, Babilônia 2000, quienes viven en una favela hoy, cualquiera que sea, ellos dicen «nosotros». Nosotros significa los favelados, los habitantes de la favela, porque hay una oposición entre un favelado y alguien de afuera, por menor que sea. Ahí existe un nosotros colectivo. Yo vivo en un edificio, en la zona sur, en el que nadie va a decir «nosotros». Solo va a decir «nosotros» en la reunión de condominio, a la que yo nunca voy. «Vamos a poner una cámara de vigilancia». Ahí es un nosotros.
Pero no existe un nosotros. Es cada uno en su espacio. Así que en un edificio de 270 apartamentos de 39m2, nadie dice «nosotros». Hay alguien que conoce a dos o tres personas, hay alguien que no conoce a nadie, hay una chismosa que conoce más gente porque se mete en todo, pero generalmente las personas conocen como máximo al portero y al síndico.
A veces yo no me arriesgo a preguntar a los demás sobre sus asuntos más privados, y siento que la gente no se anima a preguntarme tampoco; sin embargo, estoy convencida de que las personas solo esperamos una pequeña señal de interés para abrirnos y compartir nuestras historias personales. Eso me resulta evidente en Edifício Master.
Exacto. Y aquí pasa lo siguiente —que se nota en las películas, no lo digo yo—: tal vez en Argentina o en Chile sea diferente, pero como aquí la dictadura fue mucho más débil, nunca encontré en mis filmes a una persona que me dijera «mi hija fue torturada», o algo así. Aquí la represión no fue tan grande como en otros países, así que generalmente la gente habla más de su vida privada.
Mi tesis es la siguiente: lo importante para cualquier persona —en Occidente, por lo menos— es: origen, familia, trabajo, amor, sexo, enfermedad, placer, muerte. Tienes muerte, tienes religión. Se acabó. El hecho de tener un origen, una familia y un recuerdo del pasado, eso de ahí es la vida. Por eso es que las personas, en general, cuentan historias del pasado y por eso mismo es raro tener un filme con muchos jóvenes: los jóvenes viven y no suelen recordar, porque aún han vivido muy poco. El joven quiere vivir, no quiere recordar. Ahora, cuando pasas los treinta, los cuarenta, tienes que hablar del pasado y todo pasado —el tiempo pasado, el tiempo vivido— es siempre más pobre que el tiempo narrado. Eso lo dice Walter Benjamin. El tiempo vivido real es más pobre porque a lo que uno cuenta después de veinte años se agrega la mentira, la verdad, los recuerdos que se cruzan, lo que pudo haber sido y no fue. Es una construcción.
El canto es una constante de su obra que quizás se explicita en As Canções, pero siempre ha tenido una presencia fundamental. Pienso en la joven que canta música sertaneja, en Boca de Lixo, o el señor Henrique y su momento cumbre con My Way. Ocurre con ellos lo que Deleuze definía como «el momento de la verdad» cuando en la comedia musical el personaje «entra en baile» como se «entra en sueño»; solo que aquí entraría «en canto». Como si al cantar fuéramos otros.
Piensa en aquella señora del Master que vive sola, que tiene en su sala un montón de discos y que toca la pianola. Yo le pedí que cantara y ella cantó Nunca, de Lupicínio Rodrigues, un cantante de Rio Grande do Sul muy influenciado por el bolero, por el tango, por la tragedia, pero haciendo samba. Ella cantó esa canción llamada Nunca, que es maravillosa. Todas las canciones de él hablan de tragedia amorosa: «Nunca nem que o mundo caia sobre mim…». ¡Y ella canta! No importa si no canta bien. Cantar como profesional, eso no me interesa. Aquella mujer solita, en aquel cuarto, dando una entrevista… y de pronto canta. ¡Es lindo! Yo adoro a la persona que canta sin ser profesional, porque tiene una relación emocional con determinada canción, o con la música en general. Sin banda, sin guitarra, sin nada: aquello era voz humana. Es absolutamente maravilloso: cuando esa mujer canta, y ese canto representa un sentimiento que es fuerte en ella, no hay emoción alguna que lo pueda superar.
Además, la relación que el brasileño tiene con su música difícilmente se repite en otros países…
Yo digo, un poco exagerando, que si en el Brasil, por un azar, se tuviera que destruir toda la cultura, toda la literatura, toda la poesía, todas las artes plásticas, todo, si sobrara un cancionero con su fecha, ya estaría bien. Es que en un país, en un pueblo que fue analfabeto, que hasta hoy tiene un buen porcentaje de analfabetos, ¿quién conoce a Guimarães Rosa, a Clarice Lispector? Pero con la música es diferente, a la música todos podemos tener acceso. ¿Y qué es lo que uno necesita en la música? La letra. Porque uno no puede juzgar de acuerdo a un determinado instrumento —eso requiere un nivel de oído que no todos tenemos—. Por eso debe existir la letra, y ahí viene Roberto Carlos. Mi tesis era esa en As Canções: no entra un juicio estético. Me interesa la música y la relación que ella tiene con la vida.
Peões es probablemente su última película con un contenido más político, aunque no quiero decir con ello que su cine haya dejado de responder a una ideología. ¿Cómo se sitúa usted frente al cine documental político?
Hay una tendencia a pensar que al pasar de Cabra Marcado para Morrer a hacer un filme como Santo Forte dejé de ser político. Pero yo considero que mis películas continuaron siendo políticas. Por ejemplo, en Santo Forte uno aprende —si deja de lado la idealización del pueblo que hacen los partidos de izquierda— cómo es el pueblo y con qué tiene que lidiar. Uno descubre un pueblo profundamente místico, que cree en milagros, que es mágico, y uno aprende también a hacer política.
Ahora, en ser directamente político no estoy interesado. Me parece que entender cuestiones individuales como la muerte, el envejecimiento y la pérdida es lo fundamental. Esa fue la tragedia del socialismo, que nunca se entendió que hay una dimensión personal en todo. No son respuestas lo que yo quiero, quiero preguntas. No quiero hablar sobre el paraíso. Quiero hablar sobre el mundo que existe. No quiero saber cómo es el mundo, sino cómo está.
Es doloroso, pero el hecho es que hay cosas que no cambian, como en un melodrama. En Brasil, cuarenta por ciento de las personas de las clases populares no tiene padre. Son educadas por la madre, por la tía, por la vecina o por la abuela. Eso es brutal. El Brasil es un país en busca del padre.
El padre está ausente. El padre murió a tiros o simplemente abandonó al hijo. En Brasil hay mujeres que tienen hijos con siete hombres diferentes, y todos las han dejado. Eso es catastrófico. Yo no soy escuela, no soy la policía, no soy político, pero quisiera encontrar una forma para que podamos entender cómo es ese mundo del que hablamos tanto.
* Fragmento de la entrevista que aparece en El otro cine de Eduardo Coutinho, Corporación Cinememoria, 2012.