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El Telégrafo
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“Ahora nos avergonzamos de lo que ha sido escrito...”

“Ahora nos avergonzamos de lo que ha sido escrito...”
17 de julio de 2011 - 00:00

Francisco X. Estrella, narrador y ensayista

Que Eduardo Varas se detuviera a escribir el texto, El manto de la invisibilidad, es ya un síntoma: en el Ecuador se echa de menos una generación literaria, la aparición de algo nuevo. Ocurre que en este país un puñado de individuos ha roto el cascarón (¡cascarón!) de los treinta o va camino de los cuarenta y se sofoca porque su obra cobra mucho menos dividendos que los cifrados en ella de acuerdo con las cábalas.
Hacía falta una generación. Esto que en otra geografía puede ser una necesidad, en la nuestra se convierte automáticamente en sospecha.

Me asombra que Varas comience con una quejita —que detrás de él supuestamente yace un vacío inescrutable y ominoso, el de una narrativa ecuatoriana “ausente”— y se arroje sobre la humanidad entera. Me asombra que diga tan poco acerca de su oficio o su cocina literaria y se limite a describir cómo ha llegado hasta ese punto en el desierto, situado a medio camino entre catarsis, abulia y turismo literarios. Me deslumbra cuán bueno es para zurcir nombres escogidos al azar y a eso bautizar con un apelativo por demás simplón y vacuo: payasos tristes.

Creo que mi amigo Varas ha incurrido en grave frivolidad al actuar de ese modo, al sustituir graciosamente la primera persona del singular y su pronombre, yo, por el narrativamente complejo nosotros.

El problema reside en que sus gestos además de recurrentes son injustos y miopes en lo que a tradición se refiere... Busca conmiseración con sus arrebatos de melodrama, pero no deja de ser soberbio y solazarse en el rechazo.

En el fondo no es más que la repetición de un prejuicio y la ostentación de un complejo. Al narrador ecuatoriano parece otorgar prestigio hacer el papel del fundador, Creador primigenio en la representación del Génesis... Es lo que he venido escuchando en este país en boca de lectores y escritores siempre jóvenes y astutos a la expectativa de agarrar por la cola una obra maestra. Y resulta no solo curioso sino completamente intrigante el hecho de que a medida que la obra maestra no cuaja, el rencor contra el fantasma de los “ausentes” se endurece hasta convertirse en roca.

Pienso que somos de veras injustos e inmaduros cuando en un acto de ramplón ilusionismo desaparecemos los nombres de, por ejemplo, Abdón Ubidia, Vladimiro Rivas Iturralde, Jorge Velasco Mackenzie, Iván Egüez, Francisco Proaño Arandi o Javier Vásconez, nuestros antecesores en esto de los grupos y generaciones literarias, si de verdad ello existe y sirve para algo. El prejuicio en torno a lo que se ha escrito puede conducirnos, como ciertamente antes lo ha hecho, a desperdiciar el valor de la experiencia, atributo que no valoramos porque pertenece, supongo, a los fantasmas tan temidos...

Se trata de la ostentación de un complejo porque he comenzado a sospechar lo que sigue. Deseamos no mantener deuda alguna porque en el fondo nos avergonzamos de lo que ha sido escrito, no por cómo lo ha sido sino por lo que se describe en esos cuentos y novelas ecuatorianos, por aquello que es contado. Porque nos sonrojamos al descubrirnos mestizos, embusteros, escasamente emprendedores, poco ambiciosos, pendencieros siempre y dotados de todo el color local que una literatura de esa calaña gasta.

Porque no somos el otro que siempre hemos ambicionado, porque no alcanzamos a vernos en la otra orilla y disfrutar de aquello que suponemos es moderno, rápido y contemporáneo. Porque, en definitiva, nuestro problema es social, no literario, y al avergonzamos de la representación, pareciera que lo representado se convierte en la sílfide que nos condena a la fealdad y la periferia...

Ante ello no queda a los payasos tristes más que enarbolar un cosmopolitismo sin arraigos que pretendería medirse por los sellos migratorios en el pasaporte y no como una forma de entender la literatura. La humanidad, ese último bastión que, para Varas, preserva su ilusión por lo literario, ha sido interpelada, criticada, convocada y conjurada por, si se me permite otra vez barajar nombres, ecuatorianos como Juan Montalvo, Pablo Palacio, Alfredo Pareja Diezcanseco, Benjamín Carrión, Raúl Andrade o Javier Vásconez, para no hablar de los poetas o narradores ecuatorianos más recientes. En ellos esa actitud ha sido salvoconducto corriente y llave maestra para abrir la caja fuerte de los desafíos estéticos que impone toda literatura...

Varas supone que lo importante es ser visto y cree que la condición para abandonar la invisibilidad se ha cumplido gracias a los privilegios que obsequia la técnica al mundo contemporáneo.

Para él, más importante es la exposición y el espectáculo de lo literario que el lance estético o el compromiso formal de la escritura. Más importante que la creación de lectores, el striptease, más importante que el fomento y la defensa de una propuesta personal (ni pensar en una propuesta radical), la difusión de lo redactado, más importante que la elaboración de una obra o la incidencia sobre una lengua, el consumo de un producto. Exigirle que su propuesta sea la de construir un libro a partir de la memoria o el conocimiento constituiría un despropósito. Porque en lo light no crecen las ideas: solo arraiga la conciliación y el abrazo entre opuestos. Bajo una visión light de la literatura, para que el ser visto reporte beneficios inmediatos, un autor confeccionará, por ejemplo, productos fáciles, veloces, fungibles, fácilmente traducibles. En lo light no importa “el lugar, …las referencias, ni el lenguaje, ni el pasado”, gracias a él la literatura finalmente flota en la ciberatmósfera.

Varas tiene razón cuando dice que en el Ecuador no ha habido un nombre a la altura de los maestros del boom de las letras latinoamericanas, no se equivoca en ello.

En lo que se equivoca de pe a pa es en alimentar la esperanza de que al informarnos que el grupo que él ha unido con la destreza de Chris Angel está compuesto por muchos, que ellos escriben porque les da la gana, que lo hacen horrorosamente bien y que por ello éste será el germen del maestro de las letras que todos echamos de menos, garantizará que ello ocurra. Se equivoca ampliamente porque no es lo mismo aquello que escribe Jorge Izquierdo, que lo que escribe Juan Fernando Andrade, que lo que hace Esteban Mayorga y porque lo que éstos hacen —a mi modo de ver un redondo bluff y un completo fracaso hasta hoy— es muy distinto de lo que escriben Yanko Molina, Luis Borja, María Fernanda Pasaguay o Juan Pablo Castro, escritores, todos ellos, con peculiares y distintas preocupaciones estéticas. Esto puede invocar a que su tosca generalización se desplome al ser contrastada con la lectura, la realidad de las obras.

Yo preferiría que no fuesen muchos los que formen parte de esa nómina, que fuesen voces distintas, únicas, singulares, elegantes que ofrezcan resistencia individual y artística. Y que amistosa o belicosamente remonten el presente a hombros de gigantes, como se decía en el pasado, aunque esos gigantes, los escritores viejos de los viejos tiempos, no sean muy gigantes.

Quizá de ese modo, con la audacia que confiere la honestidad de mirar a nuestros padres, tíos y abuelos, aunque los odiemos y queramos verlos bajo tierra, se pueda constatar el encumbramiento de un verdadero gran narrador ecuatoriano, de un titán. Alguien a quien inventar, como se ha dicho en México, aquí, ahora.

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