"El poema para César Dávila Andrade es como una ruina"
María Augusta Vintimilla (Cuenca, 1956) es una de las voces más fundamentales del país en la crítica literaria y en la ensayística. A finales del anterior mes estuvo en Quito, donde participó en un coloquio por los 100 años del nacimiento del poeta cuencano César Dávila Andrade y presentó la antología Distante presencia del olvido, que reúne 13 textos y ensayos sobre la obra del Fakir.
A Dávila Andrade se lo conoce, ¿pero realmente se lo lee?
Es curioso. César Dávila Andrade es un poeta ilustre, su nombre es muy conocido, pero es poco leído. Excepto unos cuantos poemas como “Boletín y elegía de las mitas”, “Catedral salvaje”, “Oda al arquitecto”, “Espacio me has vencido” y “Canción a Teresita”, no se lo ha leído más. Ese espectro se conoce de mejor manera, que es la primera parte de su poesía, pero el resto de su trabajo no es tan reconocido.
¿Cómo caracterizaría la primera parte de la poesía de Dávila Andrade y la que le sigue?
En su primera etapa suena mucho la herencia; están las huellas del modernismo, la imaginería tan delicada, la sensorialidad, las imágenes sutiles y esa atención de los seres pequeños, que es más posmodernista que modernista. Aparecen seres ínfimos, como el gorrión, que están en su entorno.
Luego viene una segunda etapa que es más bien experimental. Ahí empieza el descubrimiento de la libertad desaforada de las vanguardias, la experimentación formal. Eso está en “Arco de instantes”. Y luego viene una tercera etapa que, quizás, se realiza en un lugar no identificado, entre fines del 59 y comienzos del 60. Es corta en tiempo, pero en conjunto, si te fijas, es bien grande la producción. La densidad que alcanza allí ha sido pocas veces experimentada en la poesía ecuatoriana y también es el período con el que la crítica ha mantenido mucha distancia.
¿Esa distancia es porque se trata de una poesía más mística, a ratos críptica?
Verás, creo que ha habido un prejuicio respecto a esa tercera etapa de su poesía y ese prejuicio es creer que esas metáforas, esas imágenes erizadas, ese universo tan enrarecido con este lenguaje altamente simbólico, que provienen de haberse extraviado en sus búsquedas esotéricas, en el budismo zen, en el rosacrusismo, solo las pueden leer personas especializadas. No es así.
Además de esos mundos, ¿qué más está presente en esa tercera etapa de su poesía?
También está presente un simbolismo que proviene de toda la tradición judeocristiana. Está el pan, el cordero, los ángeles y no porque vos seas católico practicante puedes entender esa poesía.
Por ejemplo, Dávila tiene un verso hermoso que dice “Sólo lejos de ti, en el milagro de no encerrar cordero en el pan de cada día”. ¿Por qué eres cristiano ya entendiste esa metáfora? No. Algunos consideran, incluso, que esa tercera etapa es menor, que deteriora el conjunto de toda su poesía.
¿Por qué en la narrativa de su última etapa, en cambio, no están tan presentes estos elementos de su poesía?
Es un poco diferente, aunque si ves en relatos anteriores a “Cabeza de gallo” sí hay esa presencia de este misterio que no sabemos bien qué cosa está contando. Y eso en su poesía está, la búsqueda por nombrar aquello que el lenguaje poético no alcanza a decir, no alcanza a nombrar. Esa cosa del misterio, no tanto en un sentido religioso, espiritual, es la existencia en sí misma, es el cosmos, eso que no se alcanza.
La búsqueda de Dávila Andrade es por ese lado. En la narrativa pasa lo mismo, hay también este hálito de algo indecible que está ahí entre nosotros, que no alcanza a ser dicho del todo.
Sino se necesita ser un iniciado en el rosacrucismo para acceder a Dávila, ¿qué es lo que hace más complejo adentrarse en esa última etapa de su poesía?
Lo que quiero decir es que la dificultad, el hermetismo, a ratos lo críptico en la poesía de Dávila, esa dificultad de acceso no está por el lado del rosacrucismo ni del budismo, sino está en su concepción mismo de lo que es un poema. En Dávila el poema ya no es una representación del mundo, como hubiera querido la estética realista. Tampoco el poema como expresión subjetiva del alma del poeta, que es de afiliación romántica. El poema, para Dávila, es una experiencia de búsqueda, es una especie de campo de tensiones donde se cruzan significados, choques. A veces se aproxima al borde del no sentido, del silencio. Es esa cosa exasperada de tratar de decir lo que no puede ser dicho. El poema, para Dávila, es como una ruina, como un fragmento, como un testimonio incompleto de esa búsqueda.
Nunca el poema se avizora como algo acabado. Él dice, por ejemplo, apenas escrita la primera palabra acontece ya la muerte del ojo izquierdo, a continuación muere el derecho.
Aquello se ha perdido irremisiblemente. Ni bien escribe el poema ya está echado a perder. Pero no son poemas fracasados, no. Son más bien poemas acerca del fracaso de la poesía.
¿La crítica siempre fue reacia con esa última etapa de Dávila?
César Eduardo Carrión, en su ensayo de Distante presencia del olvido, va mostrando la recepción que ha tenido la poesía de Dávila Andrade desde que empezó a publicar y ahí vas a encontrar que hay muchos críticos de su época, como posteriores, que dicen que su poesía es incomprensible, que no vale la pena hacer el intento, que es fracasada.
¿Qué más ha determinado que se lea poco al poeta cuencano?
Primero que hay pocos lectores de poesía. A ver, hay pocos lectores en sí (ríe). Y de los pocos que leen, menos leen poesía. Entonces con una experiencia de lectura de poesía precaria es difícil acercarse a una poesía tan exigente como es la de la segunda y tercera etapa de Dávila. Un segundo problema puede ser el alejamiento de Dávila del Ecuador. Él se fue a Venezuela y ahí se radicó hasta su suicidio. Nunca dejó, eso sí, su vinculación con el país, siguió difundiendo la literatura ecuatoriana y participando en concursos. (I)