En el páramo sur del Ecuador se toca el cielo con las manos
Todos al páramo. Las protestas de octubre pasado, protagonizadas por los pueblos indígenas, alentaron la idea de redescubrir los encantos de los pueblos más remotos y más altos de la cordillera andina.
De tantos sitios a los que viajar a lo largo de 1.000 km de cordillera (la cadena montañosa de los Andes tiene esta extensión en Ecuador) la mejor opción no es la más cercana ni la más popular.
El lugar elegido es inexplorado, nada popular y desconocido para los medios. Hablamos de una laguna encantada. Valga el cliché porque la laguna, ubicada a 3.900 msnm, no solo es encantada sino también encantadora, sobre todo cuando el cielo está despejado.
Se trata de la laguna Shirigüiña. Así la llaman en un lado de la cordillera, y Suruwiñay, en otro. En lengua kichwa el nombre significaría, en el primer caso, Shiri Eterno, en el segundo, Pajonal Eterno.
En búsqueda de la ruta más rápida para llegar hasta este espejo de agua desde Guayaquil encontramos el cantón Portovelo. A esta jurisdicción orense se llega en cinco horas de viaje sin contratiempos. La aventura por descubrir el páramo realmente empieza en Portovelo.
La ruta hasta al punto más alto del extremo sur de la cordillera de los Andes es de 57.4 km, y cuatro horas más a pie hasta el pico de Fierro Urcu, donde se ubica la laguna.
En el camino se asientan pueblos desconocidos, abandonados, algunos incluso desaparecidos, como Tacuri. El primer tramo, de 21.7 kilómetros, pertenece a la provincia de El Oro, donde la carretera asfaltada es amplia, de dos carriles y correctamente señalizada.
Nuestro guía en el páramo sugiere salir desde Portovelo a las 04:00 para llegar a Gualel, el pueblo más cercano a Suruwiñay, antes de las 06:00. Es sábado y luego de cinco de horas de viaje desde Guayaquil la noche previa, las cuatro de la madrugada es una hora agotadora. A las 5 es más razonable.
Los primeros 17 kilómetros en la oscuridad transcurren sin ningún problema. Copiloto y pasajeros duermen plácidamente desde que el carro arranca. En el kilómetro 18 empiezan los retos. Aquí aparecen los precipicios a ambos lados de la carretera y la niebla se vuelve más espesa. Las luces intensas no sirven, más bien se convierten en un espejo de luz que no permite ver nada.
Nos detenemos. Meditamos: regresamos a Portovelo o avanzamos. La segunda opción prevalece, de todas maneras, en unos minutos más aclarará y el día se verá mejor.
Ya en Ambocas, un pequeño valle, vemos un bosque subtropical seco, un poblado con pocas casas y una iglesia recién reconstruida con elegante piedra ornamental.
Este es el último punto de El Oro, famoso en los inicios de la colonia porque aquí se asentaba una de las culturas indígenas más prósperas y aguerridas de los pueblos paltas, las tribus de más al sur de los cañaris.
Ambocas era tan importante que los españoles conocían toda esa región con ese nombre. Al otro lado del río Ambocas, que nace precisamente de la laguna Shirigüiña, ya es cantón Loja.
El sector, sin embargo, sigue llamándose Ambocas y cerca del primer pueblo hay otro centro poblado que también se llama Ambocas, pero el lojano pertenece a la parroquia El Cisne.
Las laderas de la carretera en Gualel están floridas. Plantas nativas de los andes del sur de Ecuador y norte de Perú (foto).
Ahí empieza también el abandono, el olvido. Al cruzar el puente el conductor no sabe cuál es la continuación de la vía: ramas agobiadas cubren la entrada de lo que parece ser la carretera. Esa es la carretera, es parte del eje vial Portovelo-Salatí-El Cisne. En realidad, este tramo no es más que un guardarrayas.
Un camino lastrado, rústico, de un solo carril. No es posible acelerar a más de 20 km/h. Son las seis de la mañana, debería estar claro ya, pero la niebla lo oscurece todo, no hay visibilidad.
El penetrante olor a café filtrado, que se mezcla con el de los cítricos, y uno que otro campesino arreando mulas cargadas de naranjas evidencian que alguien vive en la zona, aunque la niebla lo oculta todo.
Luego de casi una hora de saltos y sobresaltos a 20km/h, aparece un pequeño pueblo al filo de un precipicio. Un anciano que camina con dos perros informa que el sitio se llama Santa Teresita, formado por algunas casas antiguas de adobe pegadas unas con otras.
La niebla no deja ver otros pueblos a la orilla de la carretera como El Pogllo o El Ari. Son las siete de la mañana, ya en plena serranía. El olor del café y las naranjas cambia por el del eucalipto.
Un letrero en una Y de la carretera indica que la derecha conduce a El Cisne, pero nuestro destino está a la izquierda. Unos cuantos metros adelante los paredones de la carretera están floridos con plantas propias del páramo. Se nota que en esta parte ha llovido. El lastrado está húmedo.
Ahí está el primer barrio de Gualel con una capilla de varios pisos que no parece capilla. Unos metros más allá, tras superar unos charcos, está el parque y la iglesia de la Virgen del Rosario, con un tejado original de más de 50 años.
Cae una leve llovizna. En una calle empinada de tierra, enlodada, en búsqueda del guía Franco Angamarca, quien además es el presidente de la Junta Parroquial, el carro resbala y a la derecha hay un vacío. El carro no sube esa pendiente, hay que retroceder con cuidado para no caer al vacío.
Aparece entonces una anciana, no es guía, pero es sabia, doña Lucha, un ángel de protección. Pregunta a dónde van los viajeros. Ante la respuesta, “Shirigüiña”, mueve su cabeza en señal de negación y recomienda no hacerlo. “Anoche llovió y hubo ventolera que tumbó techos, algo muy raro”, dice doña Luz Emérita Angamarca. “Mejor quédense aquí.
Vengan, prueben una cebollita picada con queso, porque Fierro Urco está bravo, está lloviendo duro, mire nomás”, insiste, y muestra hacia el imponente cerro, ahora codiciado por las mineras canadienses y chinas.
Efectivamente, la lluvia y el frío no permiten caminar a Shirigüiña. “En julio o agosto del próximo año vengan y yo los llevo”, sugiere don Tobías Tene Curipoma, otro anciano del pueblo. Por ahora, ya hemos tocado el cielo con las manos en este páramo andino, y sin mover los pies de la tierra. (I)