Slayer se despide tras 37 años de historia
A Ecuador le falta el elemento más pesado para completar su lista de los Cuatro Grandes del thrash metal (Metallica, Megadeth, Anthrax...) en concierto. Slayer debutará en el Coliseo General Rumiñahui esta noche y su alineación (Kerry King, Tom Araya, Gary Holt y Paul Bostaph) tiene tanta historia por separado como la tuvo su cofundador, Jeff Hanneman (1964-2013).
Formada en el Huntington Park (California) de 1982, la banda se distinguió desde el inicio por tener en la voz y el bajo a Tomás Araya Díaz, de origen chileno, y en la batería al cubano-estadounidense Dave Lombardo.
Además, a diferencia del thrash metal de la época, asumió una fuerte inclinación a la velocidad armónica y la crudeza en las distorsiones.
Al guitarrista Kerry King le llamó la atención que Metallica (Los Ángeles, 1981) interpretara una versión fuerte de la canción “Am I Evil?”; pero cuando llegó a sus compositores −los ingleses Diamond Head− se aburrió, según ha contado varias veces.
Pese a que los primeros Slayer hacían versiones de Judas Priest, Deep Purple, Iron Maiden, Def Leppard, el estilo que buscaban alejó a su primer disco de la vena dura de aquella nueva ola del heavy metal británico (N.W.O.B.H.M., por sus siglas en inglés).
Pero se reafirmaron en un resquicio de esa tendencia: Venom, de la que tocaban “Witching Hour”.
Slayer admite haber asaltado el mundo musical con un híbrido entre metal y punk. El álbum Show no Mercy (1983) contiene el registro gráfico de un maquillaje que abandonaron pronto: el de tipos enfurecidos que renegaban del glamour californiano y querían −en palabras de Hanneman− ser tan rudos como jugadores de fútbol americano.
El debut discográfico lo produjo la entonces empresa casera de Brian Slagel, Metal Blade Records, y el brillo de sus guitarras todavía trae chispas a la mente de quien lo escuche (“Black Magic”).
La aceleración en cada acorde mantiene intervalos complejos (“Tormentor”) y la reincidencia en temáticas satanistas (“The Antichrist”).
Araya tomó distancia para siempre de registros líricos aunque no llega a la guturalidad. Sus alaridos conformaron himnos (“Evil Has no Boundaries”) y esa impronta conformaría la considerada canción más pesada de la historia, “Angel of Death” (Raign in Blood, 1986).
Si Black Sabbath había incorporado la oscuridad y terror a esta música, Slayer bajaba las tonalidades o variaba las claves de riffs hasta fracturarlos (“Hell Awaits”, 1985), tornándolos demenciales.
Para el disco South of Heaven (1988) incorporaron melodías introductorias y una cadencia de frases concisas. “War Ensemble” (Seasons in the Abyss, 1990) se mantendría en sus repertorios y la última década del siglo pasado la recibieron con una muestra de riqueza ténica llamada Divine Intervention (1994: “Killing Fields”, “Dittohead”, “Mind Control”).
No sucumbieron a la crisis económica del género, y entraron a este milenio con un título provocador, a pesar del catolicismo confeso de Araya: God Hate Us All (2001).
Hanneman murió de forma prematura pero no le buscaron un imitador, sino a Gary Holt (Exodus), que se ha asentado en el grupo.
Su arribo al país también es la antesala a The Final Campaign, su despedida de los escenarios con fechas en noviembre, y el estreno del filme The Repentless Killogy, que ya tiene en escena al retornado baterista Paul Bostaph. (I)