Los anhelos de todas las sociedades se direccionan a conseguir un mejor nivel de vida para sus hijos, esto es, cada uno de los individuos que la integran, y se puede afirmar que la ruta para conseguirlo es el estudio, que resulta ser el motor y el camino por el que las generaciones han tenido que transitar a través de la historia. Esto se prueba cuando heredamos un bagaje riquísimo de aquellas culturas que dejaron sus huellas indelebles porque se dedicaron a tan noble tarea de manera sistemática. Así tenemos, por citar ejemplos: las escuelas, coliseos, liceos griegos, romanos, árabes, egipcios, etc., etc., cuyas lecciones nos alcanzan y alcanzarán muchísimas generaciones más. En todos los casos ha existido un denominador común que se llama el estudio sistemático organizado que demanda, por supuesto, una gran dosis de disciplina. Condiciones sin las cuales no puede llamarse estudio.
Para esto es necesario identificar cuáles son las variables que inciden positiva y negativamente en el proceso de esta actividad determinante en la formación de un pueblo, vale decir en la conformación de la cultura de una comunidad de modo tal que trascienda a las generaciones venideras con una robusta identidad imperecedera.
En primer lugar identificamos al individuo como sujeto activo y pasivo de la educación, al entorno familiar como agentes primarios del proceso educativo, al entorno social en el que se desenvuelve y a las instituciones educativas en los sucesivos niveles. A lo que hay que sumar hoy, sin duda alguna, la globalización. Cada uno de estos incidirá con sus peculiares características en su proceso educativo.
Establecidas las principales variables, es necesario destacar que, considerado al ser humano como el principio y el fin de toda gestión humana, se hace imperativo hacer un análisis sucinto de sus peculiaridades, de forma tal que nos sirva para ubicar en contexto el tema del estudio, con la persona del estudiante; aquí podemos anticipar que el proceso educativo es mucho más complejo de lo que podamos imaginar, sencillamente porque el individuo, con ser una unidad en sí, es un universo de complejidades, tanto que los científicos que han logrado proezas insospechadas, tales como: poner al hombre en la Luna, desintegrar el átomo, inventar la web, etc.; no han podido sino apenas asomarse al interior del hombre y constatar que es algo así como un pozo infinito del cual apenas vemos los bordes y, máximo, hasta donde alcanzan a iluminar los rayos del Sol. Sin embargo, y con todo esto, estamos llamados a armonizar, para construir.
¿Cómo conocer lo insondable? Surge el interrogante, y tal vez la desolación de encontrarnos que es una tarea demasiado compleja, puesto que el hombre se presenta como un universo infinito y desconocido, paradójicamente fuera del alcance del mismo hombre. Mas, aquí aparece una luz al final del túnel, hay un principio mágico que puede salvar el abismo del conocimiento del hombre, y que es atribuido a ese gran sabio de la antigua Grecia hace miles de años, Sócrates, que dice: “Conócete a ti mismo”. Y otro principio que es todavía más antiguo y es conocido como la Regla de Oro: “No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”. Y por fin el que sintetiza de alguna manera a los dos principios anteriores y que fue dado por el Maestro de maestros, Cristo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.
Los científicos ya pueden elaborar y experimentar sendas teorías, que si no están fundamentadas en estos principios, cuyo denominador común es el amor; es muy probable que resulten en dar palos de ciego.
Así pues, si se quiere llegar al conocimiento del individuo como punto de partida del estudio, los maestros, docentes, facilitadores, o como se los llame, deberán tomar estos principios como piedras angulares para, sobre ellos, construir todo el andamiaje pedagógico-docente, que en suma es construir las bases de la dignidad del ser humano y, por ende, su identidad.
Mario E. Crespo Vásquez
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