Al fin una noticia que nos dibuja una sonrisa en el interior nuestro; al fin una información que reverdece nuestro derecho de ser los amos de este planeta; al fin un mensaje que nos hace confiar en que somos seres rescatables, con un interior lleno de valores impalpables, sí, pero imprescindibles para seguir morando en el vértice de la pirámide zoológica. Todo lo dicho, apoyado en la suspensión de la Feria de Jesús del Gran Poder, espectáculo bárbaro, cuyo título sabe a la blasfemia.
Nunca he podido entender cómo un ser humano puede sentir placer ante la muerte dolorosa e inútil de un animal indefenso. ¿Será acaso la necesidad de sentirse dueño de la vida y la muerte para aplacar un sentimiento de inferioridad?; o ¿será quizás este espectáculo taurino el símbolo supremo de un sadismo, que hace sentir a quien no lo sufre gozo con el dolor ajeno? No lo sé, pero de lo que sí estoy seguro es de que este espectáculo, lleno de morbo, es muy dañino para la vida de una sociedad.
Y tampoco he podido entender por qué se lo pretende arropar con el manto del arte, que es la expresión sublime de la espiritualidad humana. ¿Será porque se quiere mimetizar el peso de la conciencia que pudiera morar todavía en el interior de algún aficionado? Tampoco lo sé. Comparar el arte, que es la expresión de los valores que Dios puso en nuestro interior, con la tauromaquia también tiene sabor a blasfemia. ¿Es posible comparar la obra de Leonardo da Vinci o de Oswaldo Guayasamín o de Amadeo Mozart con una tarde llena de sangre, dolor y sadismo? Suena ridículo, por decir lo menos.
Pero alegrémonos de que estamos asumiendo actitudes que nos empujarán por el camino sano de la vida y esperanzados estamos de que al final de ese camino veremos la desaparición de este y otros espectáculos denigrantes para el ser humano. Y pecando de osado e imprudente, quiero decir a mis amigos taurinos que el tiempo que le dedicaban a las corridas lo tendrán ahora para emplearlo en actividades que les darán mucha más satisfacción: alargados encuentros con las novias para los jóvenes; el jugar con los hijos, para los padres; y el convertirse en fuente de amor para los nietos, de los abuelos.
Raúl Ávila
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