Fue años antes de la llegada de los incas. Cuando los nativos vigilaban la costa ante las invasiones de los belicosos puneños, los sorprendió la orilla meciendo una cuna con una niña sonriéndoles y extendiéndoles sus bracitos. Según la leyenda, la pequeñita con color de nube y espuma, con cabellos iguales a los del maíz tierno y ojos fulgurantes, llevaba en el cuello una cadena con un caracol de oro. Los vigías llevaron a la niña al Cacique del pueblo y la bautizaron con el nombre poético de Po-sor-já, que en su lengua significa “Espuma del Mar”.
El cacique y su familia criaron a Po-sor-já con textura de seda. El pueblo la amaba y le rendía religioso culto como emisaria divina por su don de profecía y sanación de los enfermos. Su fama de sibila abrazó el vasto imperio y llevó al mismo inca Huaina Cápac a consultarle su oráculo.
-¡Oh gran Señor, no me pidas develar tu porvenir!- advirtió Po-sor-já. Pero el emperador le insistió. -Mira fijamente en el fondo de mis ojos. El inca obedeció y vio la sangre de su sangre manchar el poderío inca: Guerreaban sus hijos Atahualpa y Huáscar por la corona del imperio. Desesperado, Huaina Cápac regresó a Tomebamba para desplomarse sobre el trono de las luchas fratricidas.
Ya con la esmeralda de Quito y la borla de Tomebamba, el triunfante Atahualpa también buscó el vaticinio de Po-sor-já sobre su imperio. Po-sor-já se negó obsesiva, pero el inca la obligó y se hundió en los profundos ojos de la doncella: Era una noche de tres siglos. Seres extraños con barba montaban raros animales (los caballos) quizá parte de ellos y arrasaban a su paso con un tubo de fuego sobre marchas de cadenas y cadáveres gritando su silencio por todo el Imperio. En brazos de la muerte, Atahualpa llegó a la plaza de Cajamarca.
-¡Bruja endiablada! Los acompañantes de Atahualpa intentaron lanzarse sobre Po-sor-já, pero se quedaron pegados al suelo. Po-sor-já tocó una triste tonada con su caracol de oro y se entró en el mar. Una ola la cubrió. Había cumplido su misión de solidaridad con la raza naciente: América y el orbe se fundirían en la raza cósmica según Vasconcelos.
Habría de mezclarse en tres siglos de cocción nuestra sangre americana con el planeta para iluminar nuestra misión, la del Nuevo Mundo que buscó el Antiguo huyendo de su asfixia sin salida. Habría de vencer la cruz a la espada, superando los blasfemos esponsales de la conquista y la colonia, hacia el verbo americano, el del principio por el cual fueron hechas todas las cosas: el Bien, la Verdad, la Justicia.
Amable lector, si vas a la parroquia Posorja, gentilicio de Po-sor-já, lejos de muros y rompeolas, mira fijamente el mar. Aparecerá Po-sor-já entonando una elegía en su caracol de oro por el latido aún impuro. Pero húndete más en la pureza profunda de los ojos de Po-sor-já y su canción del áureo caracol será un himno de alegría porque nuestra raza cósmica más temprano que tarde llegará a su destino: LA FELICIDAD en el BIEN, la VERDAD, la JUSTICIA.
Margarita Mendoza Cubillo