Es común leer y escuchar hablar de populismo, incluso hay quienes lo hacen con gesticulaciones, como queriendo hacernos entender que esta palabra debemos utilizarla solo de manera peyorativa.
Existe interés de querer hacer creer que populismo es una mala palabra, y peor aún, una equivocada concepción política. También identifican al populismo con la demagogia. Pero existe una verdad: los filósofos, politólogos, psicólogos y demás eruditos aún no hallan una definición clara de su significado, por tanto, la mayoría de los “mortales” tenemos campo abierto para comprender ese término según nuestro entender intelectual y político.
El meollo es que cualquier político no es muy querido por las masas, para que eso suceda debe tener atributos que a pocos les ha otorgado la naturaleza. Partiendo de ese don, es que se hacen o se les quiere casi de manera espontánea, ya sea por su presencia, su personalidad o el cumplimiento de su palabra empeñada.
Algunos niegan la existencia de ese privilegio, lo hacen sin verificar el porqué, rechazando el sentido nato que tienen de la popularidad, atribuyéndola a la suerte o al oscurecimiento de los electores. Por supuesto, lo hacen de manera calculada, porque no sirve a sus intereses. Al preguntarles si el populismo trae beneficios, se los pone entre la espada y la pared, salen con la argucia del “sí, pero no”.
De eso devienen los miedos al comunismo, al socialismo siglo XXI, al populismo, al riesgo país, al retroceso de la bolsa, a la deuda pública. Si bien es cierto que inciden en la economía, son hechos circunstanciales cuando se generan medidas para defender los intereses del país. Ejemplo de aquello es el caso boliviano, del que poco se comenta y hace dos décadas era el país más atrasado del continente americano. (O)
César Antonio Jijón Sánchez