Este 24 de diciembre se cumplen 191 años del nacimiento de Gabriel García Moreno, estadista, abogado, político y escritor ecuatoriano, dos veces presidente constitucional del Ecuador, fue de la mejor fe del mundo, y no por imitación sino por temperamento. De alcurnia clara, rico desde la cuna, brilló por su inteligencia y atesoró conocimientos en letras y ciencias. Estudió en Quito primero y luego en París letras divinas y humanas, ciencias naturales y exactas, lenguas vivas y muertas.
En la Universidad de Quito, de la cual fue rector, regentó las cátedras de Química y de Física. Hombre de ideas, orador y hombre de pluma, sirvió a su partido en la tribuna, en el diarismo y alentó el arte de escribir cuando fue magistrado. Solo que su ideal político era la teocracia y al servicio de ese ideal anacrónico impuso un carácter de hierro, proclive al despotismo. Fue un déspota consciente, aunque en punto a religión como fanático, de criterio estrecho y violento.
Como Presidente dio pruebas de hombre de hierro: levantados en armas los liberales, con Urbina a la cabeza, García Moreno salió de incógnito hacia Guayaquil, foco de la revolución. El trayecto, que se practicaba en cinco días, lo realizó en cuarenta y ocho horas. Cayó como una bomba en Guayaquil, dominó la revolución y regresó a Quito salvando su presidencia.
Los frailes, sus protegidos, le temblaron siempre. Cuando menos se le esperaba por conventos y sacristías, llegaba cual inquisidor, informándose por sus propios ojos y oídos de la conducta de regulares y seculares; a clérigos descuidados de sus deberes y que infringían los mandamientos de Dios los reprendía duramente y en ocasiones los exponía a la vergüenza pública. Cuentan que a caballo hizo atravesar toda la ciudad de Quito a un fraile ebrio. A seglares amancebados los desterraba o encarcelaba cuando no consentían en casarse. Como diría Montalvo: “Resultaron cien matrimonios deslayados”.
Su tiranía se manifestó por crueldades, inútiles tal vez, o por intromisiones en la vida ciudadana. Cierta mujer que cometiera un crimen fue condenada a la deportación. A García Moreno le pareció inadecuada la pena: él esperaba una condena mayor.
Magistrado respetuoso de la independencia que correspondía al poder judicial, convino en ejecutar la sentencia; solo que al ser enviada la mujer a la deportación hizo que los jueces la condujeran personalmente. Se trataba de un viaje al Napo, a catorce días de Quito, por caminos de cabras.
¿Verdad? ¿ Fábulas? ¡Quién sabe! Las leyendas son a veces la única verdad de la historia. El hecho es que García Moreno por allí entró en los términos de la monstruosidad y, por esa página, tal vez la más odiosa de su vida, se mira condenado a la fraternidad con el emperador romano Nerón.
Ese fue el hombre contra quien combatió don Juan Montalvo durante quince años, el hombre que, por su talento, por su cultura intelectual, por su carácter cesáreo, por sus arrebatos de ánimo, por su valor, por sus virtudes privadas, por sus crímenes políticos, por su absolutismo anacrónico, por lo que fue, en suma, y por lo que representa en la historia de Ecuador, aparece, en esa época, como el único dictador ecuatoriano digno de contender con Montalvo, el civilizador, el moralista, el humanitario, el liberal, el maestro.
El duelo entre ellos duró desde 1860, año en que García Moreno ascendió a la presidencia por primera vez hasta 1875, en que fue asesinado por conjurados que blandieron sus armas vengadoras contra el sombrío teócrata.
El escritor, cuando supo en el destierro la muerte del autócrata, tuvo súbita conciencia de su participación en el drama de Quito y exclamó, exultante: “Mi pluma lo mató”.
Kléber Araujo Morocho
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