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El Telégrafo

Las máscaras de Otilino *

10 de mayo de 2015

De alguna manera, en los propios términos de un individualismo consciente y seguro de sí, cuyo centro de gravedad alcanzó a reposar en la conciencia moral de los hinchas, las mutaciones a las que Otilino Tenorio nos tuvo acostumbrados alcanzaron dimensiones inéditas. Tardará todavía en  pertenecer a la sintaxis del momento histórico actual. Sin la altanería del ungido o del predestinado inventó, a su manera,  una nueva forma de alegría que fue, además, la demostración de una ‘libertad’ más que buscada, deseada. Por eso, cada vez que un gol conseguido abría el camino a la euforia, Otilino era doblemente persona y en el colmo de la herejía, dejaba de ser lo que había sido para volver a inventarse a sí mismo con una máscara puesta.

Devino en personaje (en el teatro griego la persona es la máscara, que significa papel o personaje dramático), sin acechanzas, en una sociedad donde un sistema de  reglamentaciones sociales, como la religión o el fútbol, basta para satisfacer las necesidades. En ese precario equilibrio, las máscaras que se abrían y se cerraban al grito casi unánime de los hinchas, también eran el sobrecogimiento por una transformación que tardaban en aceptar o admitir. Y la única forma de sobrevivir a esa exigencia y de que la espera no sea eterna, era inventar un rostro distinto cada vez, con el riesgo de perder el propio. Extraña paradoja en la que el signo del sacrificio de la identidad pudo ser entendido, sin remedio, como la exclamación más clara y fecunda de lo nuevo.

Alegría diferente en su verdad y en su expresión dramática porque aquí, -y en cualquier lado- el futbolista es un ser engañado que cierra los ojos por la fortuna que le ha proporcionado el momento. Tal vez, sin proponerse, el Spiderman, reivindicó un momento de anonimato, como un signo de desarreglo de la sociedad que lo veía, confundida y absorta intentando ponerse las máscaras con las cuales dejaba de mirarse a sí misma.

En el clímax de ese trastorno, los actos incomprensibles son más bien característicos de los desarreglos e igualmente signos que indican que el ser humano continúa viviendo según los valores menguados, en tanto que otras formas sociales vuelven a ocupar los antiguos lugares. Falta saber por qué razón el trastorno se convierte en un modo de conocimiento poético del mundo. ¡Ocultar, con una máscara, la sonrisa del triunfo y de la gloria, el éxtasis de la victoria lograda! Porque es el tiempo del reemplazo, porque cuando la alegría se decante, habrá que buscar otra vez el rostro propio. Otilino nunca lo supo. Fue esa maravillosa intuición la que le sirvió de afán y de sustento a la gana de trascender, aun al costo alto de volverse una sombra del sonido de los otros. Individualizado hasta el límite, Otilino, el héroe trágico, pareció exaltar siempre la espontaneidad, por oposición al universo reglamentado de la sociedad. El héroe, la más alta apariencia de la voluntad, es aniquilado para nuestra diversión; porque no es, a pesar de todo, más que una apariencia. Lo natural fue mostrarse a plena luz bajo el aspecto del personaje atípico, dominado por un poco común instinto de conservación. Después, con el rostro propio, repleto de una sonrisa única y sincera enfrentó a la muerte, porque ya no servía el engaño de una máscara nueva; o porque tal vez no hubo tiempo cuando la vida le reclamó el último acto de sinceridad depositaria de la voluntad de Dios.

Al final hay que preguntarse, como lo hizo Pasolini ¿por qué para la alegría sirven otros rostros, pero para le pena o la tristeza solo es viable el propio? Tal vez sea porque ese obstáculo absoluto -como un muro-  que se interpone entre la libre expresión (cuyo símbolo es la máscara) y la plenitud total que sería la reconciliación del ser humano con su esencia, toma el aspecto de la fatalidad, de lo ineluctable.

*El futbolista Otilino Tenorio murió en un accidente de tránsito el 7 de mayo de 2005. Este texto inédito fue escrito meses después.

Santiago Rivadeneira Aguirre

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