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El Telégrafo

La esperanzadora herencia de un invasor

04 de abril de 2015

Estimados compañeros:

Yo nací en 1968 en una invasión. En esos años la ciudad había comenzado una rápida y desordenada expansión urbana, producto de la inmigración interna que venía de otras provincias en busca de trabajo. Nací en el Cristo del Consuelo, cuando lo agreste del territorio permitía con mucha dificultad el acceso hasta la iglesia del mismo nombre.

En la iglesia comenzaba una larga calle pantanosa que terminaba en la orilla del estero y dividía dos sectores plenamente diferenciados, al lado derecho La Chala, con construcciones adecuadas y un trazado urbano bueno para la época. Del otro lado, hacia la izquierda de la gran calle A se encontraba la invasión del Cristo del Consuelo, donde yo nací. El contraste con el sector de La Chala era evidente: mientras allá lo urbano era una característica muy marcada, en nuestra invasión las características más relevantes eran el brazo de estero cubierto por una infinita red de puentes artesanales que comenzaban en la calle A y se extendían por kilómetros como si se tratara de una ciudad sobre el agua.

Todo esto, empero, no era la razón para una amargura desazonada que cambiara el temperamento alegre y juguetón de los lugareños, mayoritariamente afrodescendientes, sino más bien el sentimiento de triunfo frente a lo propio. Aquellos que nunca tuvieron nada, ahora eran posesionarios y eso era motivo de festejo colectivo.

Toda una vida de esfuerzos y privaciones convirtió a este lugar en uno de los barrios más emblemáticos de Guayaquil y esto es motivo de orgullo para quienes heredamos el prestigio de ser hijos, hermanos, padres, abuelos, vecinos y compañeros de aquellos mayores que se impusieron a la adversidad para poder ser.

Visto retrospectivamente, uno encuentra que paralelamente se consolidaban los barrios de la opulencia: Barrio del Centenario, Urdesa,  etc. Y no se puede retraer a la pregunta de por qué para unos la privación es el signo característico de la vida y para otros las necesidades son aspectos desconocidos de la misma.

Encontrar respuesta a estas interrogantes es sin duda una tarea compleja. Sin embargo, es claro que en el caso de las privaciones de los más pobres una gran responsabilidad recae en la ausencia de un Estado irresponsable, incapaz de asumir sus deberes en la búsqueda del bien común.

La pobreza que obliga a la gente a tomar y posesionarse de terrenos no aptos para la vida en comunidad es, sin duda, una de las formas más brutales de discriminación, exclusión y vulneración de todos los derechos humanos.

Por eso, hoy, cuando veo desalojos en la Isla Trinitaria o en cualquier otro lugar, me embarga un profundo dolor al solidarizarme con los sueños frustrados de quienes, en buena lid, han buscado un medio para enfrentar la adversidad y poder ser. Pero también me llena de esperanza que estas duras decisiones sean el signo definitivo de un Estado que por fin se  compromete con el cumplimiento de sus obligaciones.

Solo resta esperar que, más allá de los argumentos legales, se asuma desde el Gobierno una aptitud solidaria que permita a estas familias y sus hijos ser reubicados en hábitats adecuados y permanentes. (O)


Atentamente

Jorge Washington González Mendoza

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